Capitulo Cinco

53 4 0
                                    

Cuanto más reflexionaba Manfredo sobre la conducta del fraile, más se convencía de que Jerónimo era cómplice de los amores entre Isabella y Teodoro.

Pero la altanería de Jerónimo, tan contradictoria con su humildad anterior, le inspiraba las más hondas aprensiones. El príncipe llegó a sospechar que el fraile contaba con algún apoyo secreto de Federico, cuya llegada parecía guardar alguna relación con la sorprendente aparición de Teodoro. Y aún más le turbó el parecido de Teodoro con el retrato de Alfonso. De este último le constaba sin la menor duda que había muerto sin descendencia. Federico había accedido a su compromiso con Isabella. Todas estas contradicciones agitaban su mente causándole tormentos innumerables. Sólo concebía dos maneras de salir de sus dificultades. Una era renunciar a sus dominios en favor del marqués. Pero se oponían a este pensamiento el orgullo, la ambición y la creencia en antiguas profecías que apuntaban a la posibilidad de conservar tales dominios para su descendencia. La otra manera era apresurar su matrimonio con Isabella. Después de rumiar largamente sobre estos ansiosos pensamientos, mientras caminaba en silencio con Hippolita hacia el castillo, acabó por manifestar a la princesa la razón de su inquietud, y recurrió a todas las insinuaciones y argumentos plausibles para arrancarle el consentimiento del divorcio, e incluso la promesa de promoverlo ella misma. Hippolita necesitaba poca persuasión para complacerlo.

Se esforzaba en convencerlo de que renunciara a sus dominios pero resultando sus exhortaciones infructuosas, le aseguró que hasta donde su conciencia se lo permitiera no se opondría a la separación. No obstante, a menos que él alegara escrúpulos mejor fundamentados que los manifestados hasta entonces, no se comprometía a actuar de forma activa en la demanda.

Esta disposición, aunque insuficiente, bastó para que se reforzaran las esperanzas de Manfredo. Confiaba en que su poder y su riqueza aligerarían los trámites en la curia romana, para lo que pensaba enviar allí a Federico. Éste había manifestado una intensa pasión por Matilda; gracias a esto, Manfredo esperaba obtener cuanto deseaba, ofreciendo o negando a Federico los encantos de su hija, según se manifestara mejor o peor dispuesto a secundar sus propósitos. Incluso la ausencia del marqués podría ser favorable, pues así podría tomar medidas más eficaces para reforzar su propia seguridad.

Despidiendo a Hippolita a su aposento, se encaminó al del marqués, pero cuando cruzaba el gran salón se encontró con Bianca. Le constaba que esta doncella gozaba de la confianza de las dos jóvenes damas. De inmediato se le ocurrió sonsacarla acerca de Isabella y Teodoro. Llevándosela aparte, al mirador, y halagándola con lindas palabras y promesas, le preguntó si estaba al corriente de los afectos de Isabella.

—¿Yo, mi señor? No, mi señor... Sí, mi señor... ¡Pobre señora! Está muy inquieta por las heridas de su padre, pero le dije que todo irá bien. ¿No cree lo mismo vuestra alteza?

—No te pregunto lo que piensas de su padre. Tú conoces sus secretos. Ven, sé una buena muchacha y dime si hay algún joven de por medio... ¿Eh? Ya me entiendes.

—¡Líbreme Dios! ¿Entender yo a vuestra alteza? No, no. Le recomendé unas hierbas medicinales y descanso...

—Que no estoy hablando del padre —insistió el príncipe, impaciente—. Sé que sanará.

—Ay, Dios, cómo me alegra oír a vuestra alteza decir eso. Porque creo que no debemos permitir que la señora pierda la esperanza, por más que su señoría no tiene buen aspecto y algo... Recuerdo cuando el joven Fernando fue herido por el veneciano.

—Contéstame algo concreto. Toma esta joya; a lo mejor sirve para que concentres tu atención. Y déjate de reverencias, aunque mi favor no se detendrá ahí... Anda, dime la verdad: ¿cuál es el estado del corazón de Isabella?

El Castillo de Otranto - Horace WalpoleDove le storie prendono vita. Scoprilo ora