El médico

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Dado que Carmilla no quería ni oír hablar de que una criada durmiera en su habitación, mi padre dispuso que un sirviente durmiera frente a su puerta para que no pudiera intentar otra excursión como aquella sin ser detenida en su misma puerta.

Aquella noche pasó con tranquilidad; y, a la mañana siguiente, el médico, al que mi padre había mandado buscar sin decirme una palabra, vino a visitarme.

Madame me acompañó a la biblioteca. Allí estaba esperándome el grave y pequeño doctor que antes he mencionado, con su cabello empolvado y sus gafas.

Le conté mi historia y, a medida que avanzaba, se fue poniendo cada vez más serio.

Estábamos, él y yo, en el nicho de una ventana, frente a frente. Cuando hube terminado mi exposición, apoyó la espalda en la pared, con la mirada fija en mí con un profundo interés en el que había un destello de horror.

Tras un minuto de reflexión, preguntó a Madame si podía ver a mi padre. Se le mandó a buscar, y, cuando entró, sonriendo, dijo:

—Estoy por pensar, doctor, que va a decirme que soy un viejo tonto por haberle hecho venir; espero que así sea.

Pero su sonrisa se desvaneció como una sombra cuando el médico, con el rostro muy grave, le llamó a su lado.

Mi padre y el doctor hablaron durante un rato en el mismo sitio donde yo acababa de conferenciar con el médico. Parecía una conversación vehemente y argumentadora. Esa habitación es muy grande, y Madame y yo estábamos juntas, ardiendo de curiosidad, al otro extremo. No pudimos oír, sin embargo, ni una palabra, porque hablaban en tono muy bajo, y el profundo abrigo de la ventana ocultaba por completo al doctor de nuestras miradas, y casi por completo a mi padre, del que sólo podíamos ver un pie, un brazo y un hombro; y las voces eran, me figuro, aun menos audibles por la especie de recinto que formaban el grueso muro y la ventana.

Al cabo de un rato se asomó a la habitación el rostro de mi padre. Estaba pálido, pensativo, y, me pareció, agitado.

—Laura, querida, ven un momento. Madame, dice el doctor que por el momento no la molestaremos.

En consecuencia, me acerqué a ellos, por primera vez un tanto alarmada; ya que, aunque me sentía débil, no me sentía enferma; y las energías, según siempre nos imaginamos, son una cosa que podemos conseguir cuando lo deseamos.

Mi padre me tendió la mano mientras yo me acercaba, pero estaba mirando al doctor, y éste dijo:

—Indudablemente, es muy curioso; no acabo de entenderlo. Laura, acércate, querida; ahora préstale atención al doctor Spielsberg, y recóbrate.

—Mencionó usted una sensación como de dos agujas que le perforaran la piel, más o menos hacia el cuello, la noche en que experimentó su primer sueño horrible. ¿Sigue produciéndose algún dolor?

—Ninguno en absoluto —respondí.

—¿Puede indicarme con el dedo más o menos el punto en que piensa usted que le ocurrió eso?

—Muy poco por debajo de la garganta... aquí —respondí.

Yo llevaba un vestido de mañana, que dejaba a cubierto el punto que indicaba.

—Ahora se convencerá —dijo el doctor—. No le importará que su papá le desabroche un poquito el vestido. Es necesario para detectar un síntoma del mal que sufre.

Asentí. Era tan sólo una o dos pulgadas por debajo del borde del cuello del vestido.

—¡Dios bendito!... Ahí está —exclamó mi padre, poniéndose pálido.

Carmilla - Joseph Sheridan le FanuDonde viven las historias. Descúbrelo ahora