Comprobación y ajusticiamiento

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Mientras él hablaba, entró en la capilla, por la misma puerta por la que Carmilla había entrado y salido, uno de los hombres de aspecto más extraño que haya yo visto jamás. Era alto, estrecho de pecho, encorvado, de hombros cargados, y vestido de negro. Su rostro era moreno y seco, con profundas arrugas. Llevaba un sombrero de forma extraña, de ala ancha. El cabello, largo y grisáceo, le colgaba sobre los hombros. Llevaba gafas de oro, y caminaba lentamente, con un curioso contoneo bamboleante, y en su cara, a veces vuelta hacia el cielo, a veces inclinada hacia el suelo, parecía haber una sonrisa perpetua. Sus largos y delgados brazos le bailaban, colgantes, y sus manos descarnadas, con viejos guantes negros demasiado anchos para ellas, ondulaban y gesticulaban en profundo ensimismamiento.

—¡El hombre en persona! —exclamó el general, avanzando con manifiesto placer—. Mi querido barón, ¡cuánto me alegro de verle! No esperaba encontrarle tan pronto.

Le hizo una seña a mi padre, que por entonces ya había vuelto, y condujo hacia él al increíble viejo caballero, al que llamaba «barón», hacia donde estaba. Le presentó formalmente y, de inmediato, se sumieron en vehemente conversación. El recién llegado se sacó del bolsillo un papel enrollado, y lo desplegó sobre la gastada superficie de la tumba que tenía al lado. Sus dedos constituían una caja de lápices, y con ellos trazaba líneas imaginarias de un extremo a otro del papel, del que a menudo apartaban la mirada, todos a un tiempo, para mirar ciertos puntos del edificio. Deduje que era un plano de la capilla. Acompañaba lo que llamaré su conferencia con esporádicas lecturas de un librito muy sucio cuyas hojas amarillas estaban cubiertas de una escritura apretada.

Vagaron por la nave lateral, en el lado opuesto a donde yo estaba, conversando mientras andaban; luego se pusieron a medir las distancias a pasos y, finalmente, se reunieron frente a cierta parte del muro lateral y empezaron a examinarlo con gran minuciosidad, quitándole el liquen que lo cubría y raspando el yeso con las conteras de sus bastones, aquí rascando y allí golpeando. Finalmente, descubrieron la resistencia de una placa ancha de mármol, con letras talladas en relieve en su superficie.

Con la ayuda del leñador, que no tardó en volver, se puso al descubierto una inscripción monumental y un escudo tallado. Resultó tratarse del perdido monumento funerario de Mircalla, condesa de Karnstein.

El anciano general, aunque no muy dado, me temo, al humor de los rezos, elevó las manos y los ojos al cielo, en muda acción de gracias, durante unos momentos.

—Mañana —le oí decir— estará aquí el comisionado, y la Inquisición actuará de acuerdo con la ley.

Luego, volviéndose hacia el viejo de las gafas de oro que antes he descrito, le tomó calurosamente ambas manos, y dijo:

—Barón, ¿cómo puedo agradecérselo? ¿Cómo podemos todos nosotros agradecérselo? Habrá usted liberado a esta región que ha azotado a sus habitantes durante más de un siglo. El horrendo enemigo, gracias a Dios, está por fin acosado.

Mi padre se llevó a un lado al forastero, y el general les siguió. Supe que les había llevado donde no les oyeran para poder contar mi caso, y les vi lanzarme rápidas y frecuentes miradas mientras tenía lugar la conversación.

Mi padre vino a mí, me besó una y otra vez, y, llevándome fuera de la capilla, me dijo:

—Es hora de volver, pero, antes de ir a casa, debemos añadir a nuestro grupo al buen sacerdote, que vive a poca distancia de aquí, y convencerle para que nos acompañe al schloss.

Tuvimos éxito en esta gestión; y me sentí encantada de llegar a casa, porque estaba indeciblemente cansada. Pero mi satisfacción se cambió en desaliento al descubrir que no había ni rastro de Carmilla. No se me dio ninguna explicación de la escena que había tenido lugar en la capilla en ruinas, y estaba claro que aquello constituía un secreto que, por el momento, mi padre tenía la intención de no revelarme.

La siniestra ausencia de Carmilla me hizo aún más horrible el recuerdo de la escena. Las disposiciones para aquella noche fueron singulares. Dos criadas y Madame iban a permanecer aquella noche en mi habitación, y el hombre de iglesia montaría guardia, junto a mi padre, en la antecámara anexa.

El sacerdote había celebrado ciertos ritos solemnes aquella noche, ritos cuya razón no comprendí mejor que la razón de aquella extraordinaria precaución tomada para mi seguridad durante el sueño.

Lo vi todo claro al cabo de unos pocos días.

La desaparición de Carmilla se vio seguida por la interrupción de mis sufrimientos nocturnos.

Conocerás, sin duda, la aterradora superstición vigente en Estiria Superior e Inferior, en Moravia, en Silesia, en la Serbia turca, en Polonia, incluso en Rusia; la superstición, así debemos llamarla, del vampiro.

Si el testimonio humano, tomado con todo cuidado y solemnidad, judicialmente, ante innumerables comisiones, cada una de ellas formada por muchos miembros elegidos por su integridad e inteligencia, que han emitido informes quizá más voluminosos de los que existen para cualquier otra clase de casos, vale para algo, entonces es difícil negar, o siquiera dudar de la existencia de ese fenómeno del vampiro.

En cuanto a mí, no he oído ninguna teoría capaz de explicar lo que yo misma he presenciado y experimentado, como no sea la que proporciona la vieja y bien establecida creencia de la región.

El día siguiente tuvieron lugar en la capilla de Karnstein los procedimientos formales. Se abrió la tumba de la condesa Mircalla; y el general y mi padre reconocieron a la pérfida y hermosa huésped en el rostro ahora expuesto a sus miradas. Sus facciones, aunque habían pasado ciento cincuenta años desde su funeral, estaban teñidas con el calor de la vida. Tenía los ojos abiertos. Ningún hedor a cadáver surgía del féretro. Los dos médicos, uno presente oficialmente, y el otro por parte del promotor de la investigación, atestiguaron el maravilloso hecho de que había una respiración tenue, pero perceptible, y una actividad correspondiente del corazón. Los miembros eran perfectamente flexibles, la carne elástica; y el féretro de plomo estaba bañado en sangre, y en ella, en una profundidad de siete pulgadas, estaba inmerso el cuerpo. Ahí estaban, pues, todas las pruebas admitidas de vampirismo. En consecuencia, el cuerpo, de acuerdo con la vieja práctica, fue levantado, y una afilada estaca clavada en el corazón del vampiro, que, en aquel momento, profirió un agudo chillido, en todos los sentidos semejante al de una persona viva que sufre la más extrema angustia. Luego se le cortó la cabeza, y del cuello cortado surgió un torrente de sangre. Luego, el cuerpo y la cabeza fueron colocados sobre una pila de leña y reducidos a cenizas que fueron esparcidas sobre el río, que se las llevó; y este territorio no ha vuelto a ser atormentado por las visitas del vampiro.

Mi padre posee una copia del informe de la Comisión Imperial, con las firmas de todos los que estuvieron presentes en los procedimientos, anexas en testimonio de asentimiento con lo dicho. Es a partir de este documento oficial que he resumido el relato de esta última y espantosa escena.

Carmilla - Joseph Sheridan le FanuDonde viven las historias. Descúbrelo ahora