Conclusión

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Supondrás que escribo todo esto con serenidad. Nada de eso; no puedo pensar en ello sin inquietud. Tan sólo tu vehemente deseo, tan repetidamente manifestado, podía inducirme a poner manos a la obra en una tarea que me ha trastornado los nervios por meses y ha reavivado una sombra del indecible horror que, años después de mi liberación, seguía haciendo horribles mis días y mis noches, y la soledad insoportablemente aterradora.

Permíteme añadir un par de palabras sobre el extraño barón Vordenburg, a cuya curiosa ciencia debimos el descubrimiento de la tumba de la condesa Mircalla.

Había establecido su residencia en Gratz, donde, dado que vivía con una pobre renta que era lo único que le quedaba de las posesiones en otro tiempo principescas de su familia en la Estiria Superior, se dedicó a la minuciosa y laboriosa investigación de la tradición, maravillosamente autentificada, del vampirismo. Se sabía al dedillo todas las grandes y pequeñas obras sobre el tema: Magia Posthuma, Phlegon de Mirabilius, Augustinus de cura pro Mortuis, Philosophicae et Christianae Cogitationes de Vampiris, de Juan Crisóstomo Herenberg, y mil otras, entre las cuales recuerdo tan sólo unas pocas de las que prestó a mi padre. Tenía un voluminoso registro de todos los casos judiciales, y de él había extraído un sistema de principios que, según parece, gobiernan (algunos siempre, y otros tan sólo ocasionalmente) la condición del vampiro. Puedo mencionar, de paso, que la palidez mortal que se atribuye a esa clase de reaparecidos es tan sólo una ficción melodramática. Presentan, en la tumba, y cuando se muestran en la sociedad humana, una apariencia de vida saludable. Cuando se les expone a la luz en sus féretros, muestran todos los síntomas que han sido enumerados entre aquellos que presentaba la vida de vampiro de la condesa de Karnstein, tanto tiempo difunta.

El cómo escapan a sus tumbas y vuelven a ellas durante algunas horas cada día, sin desplazar la tierra ni dejar el menor signo de desorden en el estado del féretro o de las mortajas, es algo que siempre ha sido admitido como profundamente inexplicable. La existencia anfibia del vampiro se sustenta con un sueño diariamente renovado en su tumba. Su horrendo apetito de sangre viva le aporta el vigor de su existencia despierta. El vampiro es propenso a verse fascinado, con acaparadora vehemencia parecida a la pasión del amor, por determinadas personas. Persiguiendo a éstas, ejerce una paciencia y una astucia inagotables, ya que el acceso a una persona en particular puede verse obstaculizado de mil maneras. Jamás desistirá hasta haber saciado su pasión y succionado la vida misma de su codiciada víctima. Pero, en esos casos, economizará y prolongará su disfrute asesino con un refinamiento epicúreo, realzado por las aproximaciones graduales de un complicado galanteo. En estos casos, parece como si anhelara algo así como simpatía y consentimiento. En los casos ordinarios va directo a su objeto, lo vence por la fuerza, y, a menudo, lo estrangula y aniquila en el curso de un solo festín.

El vampiro está aparentemente sujeto, en ciertas situaciones, a unas condiciones especiales. En el caso particular que te he relatado, Mircalla parecía verse limitada a un nombre que, aun no siendo su nombre real, reproducía al menos, sin omisión ni adición de una sola letra, aquellas que, como decimos, anagramáticamente lo componen. Carmilla hizo esto, y también Millarca.

Mi padre le contó al barón Vordenburg, que se quedó con nosotros dos o tres semanas después de la expulsión de Carmilla, la historia del noble moravo y el vampiro del cementerio de Karnstein, y luego le preguntó al barón cómo había descubierto la posición exacta de la tumba, tanto tiempo oculta, de la condesa Millarca. Las grotescas facciones del barón se arrugaron en una sonrisa misteriosa; bajó la mirada, sin dejar de sonreír, a su estuche de gafas, y jugueteó con él. Luego alzó la mirada, y dijo:

—Poseo muchos diarios, y otros documentos, escritos por ese hombre notable; el más curioso es uno que trata de la visita a Karnstein a la que usted se refiere. La tradición, naturalmente, decolora y distorsiona un poco. Podía designársele como un noble moravo, ya que había trasladado su residencia a ese territorio y era, además, un noble. Pero, en realidad, era nativo de la Estiria Superior. Baste con decir que, en su primera juventud, había sentido un amor apasionado y recompensado por la hermosa Millarca, condesa de Karnstein. Su temprana muerte le sumió en un dolor inconsolable. Está en la naturaleza de los vampiros el aumentar y multiplicar su número, pero según una ley conocida y espectral.

»Supongamos, para comenzar, un territorio completamente libre de esa peste. ¿Cómo se inicia, y cómo se multiplica? Se lo contaré. Cierta persona, más o menos malvada, pone fin a su vida. Un suicida, bajo ciertas circunstancias, se convierte en un vampiro. Ese espectro visita a gente viva mientras duerme; ellos mueren, y, casi invariablemente, en la tumba, se transforman en vampiros. Esto ocurrió en el caso de la hermosa Mircalla, que había sido frecuentada por uno de esos demonios. Mi antepasado, Vordenburg, cuyo título llevo todavía, no tardó en descubrirlo, y, en el curso de los estudios a los que se entregó, aprendió muchas más cosas.

»Concluyó, entre otras cosas, sospechando que el vampirismo sobrevendría, antes o después, en la condesa muerta que, en vida, había sido su ídolo. Concibió un horror, piénsese lo que se quiera, a que sus restos se vieran profanados por la infamia de una ejecución póstuma. Dejó un curioso documento donde demostraba que el vampiro, al ser expulsado de su existencia anfibia, queda proyectado a una existencia todavía mucho más horrible; y resolvió salvar de esto a su en otro tiempo amada Mircalla.

»Adoptó la estratagema de un viaje a este pueblo, un pretendido traslado de sus restos, y una real ocultación de su tumba. Cuando la edad hubo operado en él y, desde el valle de los años, meditó retrospectivamente en las escenas que dejaba, consideró con ánimo distinto lo que había hecho, y sintió que el horror se apoderaba de él. Hizo los planos y las anotaciones que me condujeron al punto exacto, y redactó una confesión del engaño que había realizado. Si tenía algún otro proyecto en cuanto al asunto, la muerte lo cortó; y la mano de un descendiente remoto, que ha llegado tarde para muchos, ha dirigido la persecución hasta la guarida de la bestia.

Siguió hablando un rato, y, entre otras cosas, dijo esto:

—Un signo del vampiro es la fuerza de su mano. La delgada mano de Mircalla se cerró como un grillete de acero sobre la muñeca del general cuando éste alzó el hacha para golpear. Pero su fuerza no queda confinada a su asidura; deja un entumecimiento en el miembro que toma, cuya recuperación es lenta, si es que se produce.

La siguiente primavera mi padre me llevó a un viaje por Italia. Permanecimos allí más de un año. Pasó largo tiempo antes de que remitiera el terror de los recientes acontecimientos; y, hasta ahora, la imagen de Carmilla vuelve a mi memoria con ambiguas alteraciones. Unas veces es la hermosa muchacha retozona y lánguida; otras, el diablo contorsionado que vi en la iglesia en ruinas; y a menudo me he despertado sobresaltada de un sueño imaginando que oía los ligeros pasos de Carmilla a la puerta del saloncito.

Carmilla - Joseph Sheridan le FanuDonde viven las historias. Descúbrelo ahora