La invitada

922 71 1
                                    

Voy a contarles ahora algo tan extraño que será precisa toda su fe en mi veracidad para que crean mi historia. Sin embargo, no tan sólo es cierta, sino que es una verdad de la que yo he sido testigo ocular.

Era un hermoso atardecer de verano, y mi padre me invitó, como hacía a veces, a un pequeño paseo con él por aquel hermoso mirador del bosque que, como he dicho, había frente al schloss.

—El general Spielsdorf no puede venir a visitarnos tan pronto como yo esperaba —dijo mi padre, mientras paseábamos.

El general iba a hacernos una visita de algunas semanas, y esperábamos su llegada el día siguiente. Iba a traer consigo a una joven dama, sobrina y pupila suya, Mademoiselle Rheinfeldt, a la que yo jamás había visto, pero a la que había oído describir como una muchacha realmente encantadora, y con cuyo trato me prometía yo muchos días felices. Me sentí más decepcionada de lo que una joven dama que viva en una ciudad o en un vecindario animado puede siquiera imaginar. Esa visita, y la nueva amistad que prometía, me habían hecho soñar despierta durante varias semanas.

—¿Y cuándo vendrá? —pregunté.

—No podrá hasta el otoño. No antes de dos meses, diría yo —respondió él—. Y ahora estoy realmente encantado, querida, de que no hayas conocido a Mademoiselle Rheinfeldt.

—¿Y eso por qué? —pregunté, a un tiempo mortificada y curiosa.

—Porque la pobre damita ha muerto —me repuso—. Me había olvidado por completo de que no te lo había dicho, pero no estabas en la sala cuando recibí la carta del general, esta tarde.

Aquello me afectó mucho. El general Spielsdorf había mencionado, en su primera carta, cinco o seis semanas antes, que la muchacha no se encontraba todo lo bien que él desearía; pero nada sugería ni la más remota sospecha de un peligro.

—Aquí está la carta del general —me dijo mi padre, tendiéndomela—. Me temo que está muy apenado; la carta me parece haber sido escrita en un estado muy parecido al desvarío.

Nos sentamos en un tosco banco, a la sombra de unos magníficos tilos. El sol se ponía, con todo su melancólico esplendor, tras el selvático horizonte, y el riachuelo que fluye junto a nuestra casa y pasa bajo el empinado puente viejo que he mencionado serpenteaba a través de muchos grupos de nobles árboles, reflejando en su corriente, casi a nuestros pies, el escarlata desvaneciente del cielo. La carta del general Spielsdorf era tan extraordinaria, tan vehemente, y, en algunos puntos, tan contradictoria consigo misma, que la leí dos veces (la segunda de ellas en voz alta a mi padre) y seguí viéndome incapaz de comprenderla, como no fuera suponiendo que el dolor le había trastornado la mente. Decía:

«He perdido a mi amada hija, porque como tal la quería. Durante los últimos días de la enfermedad de mi querida Bertha no pude escribirle. Antes no tenía yo idea de su peligro. La he perdido, y ahora lo sé todo, pero demasiado tarde. Murió en la paz de la inocencia, y con la gloriosa esperanza de una eternidad de bendición. El diablo que traicionó nuestra ciega hospitalidad lo ha hecho todo. Pensé que recibía en mi casa a la inocencia, la alegría, a una compañera encantadora para mi perdida Bertha. ¡Cielo santo! ¡Qué loco he sido! Doy gracias a Dios de que mi niña muriera sin la menor sospecha de la causa de sus sufrimientos. Se ha ido sin ni siquiera conjeturar la naturaleza de su mal y la maldita pasión del agente de toda esta desgracia. Dedicaré lo que me quede de vida a perseguir y aniquilar a un monstruo. Me dicen que puedo esperar el cumplir mi legítimo y piadoso propósito. En este momento, apenas tengo un leve destello de luz para guiarme. Maldigo mi arrogante incredulidad, mi despreciable actitud de superioridad, mi ceguera, mi obstinación... Todo... demasiado tarde. Ahora no puedo escribir o hablar concentradamente. Desvarío. En cuanto esté un poco recobrado, pienso dedicarme durante un tiempo a investigar, y eso posiblemente me lleve a Viena. En algún momento, en otoño, dentro de dos meses, o antes si vivo, le veré... Es decir, si usted me lo permite. Entonces le contaré todo lo que apenas me atrevo ahora a poner por escrito. Adiós. Rece por mí, querido amigo».

Carmilla - Joseph Sheridan le FanuDonde viven las historias. Descúbrelo ahora