Capitulo 3 tercera vision en la caleta

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III

LA TERCERA VISIÓN Y EL CONOCIMIENTO: EN LA CALETA

Al otro día, Marion y Patricia nos pasaron a buscar. Venían con su hermano de siete años, el Colorín, un verdadero azote al que no siempre era posible hacerle el quite.

-Duro precio aguantar a este enano maldito -me decía Jaime, y agregaba-: deberíamos ahogarlo.

Las Cordingley se dejaban tiranizar por el chicuelo hasta extremos irritantes. Esa mañana, por ejemplo, el Colorín dispuso una excursión a la Cueva del Pirata sin consultar a nadie, sin miramos siquiera la cara. La noche anterior su padre le había llenado la cabeza de corsarios, filibusteros y bucaneros. Los nombres de Hawkins, Morgan y Sharp lo alucinaban; repetía sin tregua el saqueo de Valparaíso perpetrado por Drake, y le daba mucha risa que el pirata incluyera en su botín hasta las copas sagradas de la capilla. Pero el que más lo obsesionaba era Cavendish; claro, Cavendish había fondeado justamente en Quintero, dejando tras de sí la leyenda del tesoro. Y el tesoro tenía que estar enterrado en algún punto del túnel de la Cueva del Pirata para que él, el Colorín Cordingley, y nadie más sobre el planeta, lo buscara y lo encontrara, y a nosotros nos sometiera a la descomunal lata de acompañarlo en su aventura.

La Cueva del Pirata tiene dos entradas; una entre dos playas de la costanera frente a la bahía y a la que es fácil llegar; la otra, casi inaccesible, protegida por roqueríos disparejos y resbaladizos que reciben el permanente embate de la mar abierta y tempestuosa. Algunos muchachos, los más temerarios, logran atravesar la cueva de una entrada a la otra, deslizándose como orugas por el angosto túnel que las une; es una proeza imposible cuando se ha dejado de ser niño. Esa mañana al Colorín ni se le pasó por la mente llegar hasta la entrada fácil de la cueva, no; tuvimos que seguirlo en busca de la boca peligrosa. La única ventaja a nuestro favor consistía en que, a partir del tramo en que la senda opone serios obstáculos, podríamos tomar de la mano a las Cordingley. Sí, porque el enano era acusete: cualquier aproximación a

sus hermanas teníamos que ejecutarla con un pretexto para que más tarde no las estigmatizara él, exagerando ante sus padres.

Por lo que a mí toca, las apariciones de mi desconocida habían erosionado mi interés por Marion. Y ella se daba cuenta de que algo me acontecía; no sabía, por cierto, qué era aquello, y tampoco se animaba a preguntarme nada. Nuestras conversaciones, entonces, se desviaban hacia temas en cuyo fondo palpitaba un propósito elusivo. Hablábamos de nuestros proyectos de estudio, de la postulación a la universidad (a ambos nos quedaba sólo el último año de colegio), de las cosas que nos gustaban, las películas que habíamos visto, las diferencias entre Santiago y Valparaíso, los libros que nos habían impresionado, la manera de ser de nuestros padres, la situación política del país, los cantantes populares del momento. Y así, cualquier cosa que no aterrizara en el vínculo entre ambos, que ella intuía y yo sabía afectado.

Me resultaba lisonjero ver a Marion, siempre tan linda, dispuesta a aceptarme si yo me lo proponía. Hasta bailamos mejilla con mejilla la otra noche en el Yatching y ella estuvo seguramente a la espera de que le dijera algo. Por lo menos, que le preguntara por aquella carta que le había enviado desde Santiago y que, a su modo, constituía una verdadera declaración, una formal petición de pololeo. Pero nada de eso. La imagen de mi descono cida lo alteraba todo, posesionándose de mi intimidad.

-Ya debemos estar cerca -dijo Jaime.

Nos habíamos detenido para tomar aliento y continuar por el sendero, ya casi inexistente, entre la ladera del cerro costero y las rocas. Las Cordingley habían traído un canastillo con sandwiches, un termo de café y bebidas, presumiendo que el paseo iba a ser largo. Nos turnábamos en el acarreo del canasto y, una vez que el sendero desapareció, nuestra marcha se hizo muy lenta; quedamos abocados a ir tanteando por las altas y filudas rocas. Las rompientes las bañaban aquí y allá, y las superficies cubiertas de algas no podían ser más jabonosas. Todos calzábamos alpargatas con suelas de cáñamo, salvo Marion, cuyas zapatillas de goma le hacían el avance aún más difícil. De pronto perdió el equilibrio y una de su rodillas dio contra una piedra encarrujada de choritos. Se hizo una herida no profunda, pero sí harto ancha. Sangraba abundantemente. Le hicimos un vendaje lo mejor que pudimos, y ella y yo continuamos un buen tanto rezagados.

El Colorín, que encabezaba el desfile a gran distancia, fue el primero en avistar la entrada de la cueva. De súbito se producía una interrupción en la cadena rocosa por donde, a duras penas, veníamos con Marion, dando lugar a una suerte de playa chica enmarcada por un portal de piedra. Era la entrada de la Cueva del Pirata: umbral adentro se iba angostando, tornándose cada vez más penumbrosa, hasta rematar en la

absoluta oscuridad. El Colorín se allegó a la carrera a ese portal, dando gritos de júbilo y categóricas órdenes a barbudos malandrines con parche en el ojo y gancho en el muñón. Entró en la cueva y pronto su figura desapareció, consumida por la oscuridad del túnel. Sus hermanas se inquietaron y lo llamaron en voz alta, rogándonos luego, a Jaime y a mí, que lo fuéramos a buscar. Obedecimos.

-A lo mejor se queda atascado el enano ahí adentro -le dije.

-No sueñes -me contestó-, los protege a estos enanos malditos un diablo de la guarda del mismo infierno.

Antes de que llegáramos a la entrada, el chico reapareció con todos sus piratas y se alejó hacia un roquerío.

La ensenada ofrecía un espacio muy reducido de arena seca. Salvo Marion, que no podría meterse al agua, los demás estuvimos muy pronto en traje de baño. Corría una helada brisa matinal, de modo que nos dispusimos a tomar el sol de inmediato. Jaime y Patricia se tendieron uno muy junto al otro y, como el Colorín merodeaba por el roquerío, aprovecharon para hacerse arrumacos y hablarse en voz baja. Yo, al lado de Marion, me sentí un poco molesto; tenía clara conciencia de que la situación era para ella, más que embarazosa, hiriente.

Al mediodía, y después de habernos bañado varias veces en la resaca, porque el mar era bravío allí, le dimos el bajo al cocaví. El más contento era el Colorín, que se mantuvo en el área de luz y sombras del boquerón del túnel, Jaime y Patricia vivían su mundo aparte, y Marion apenas disimulaba su desánimo. Cuando terminamos de comer, dijo:

-Me sigue doliendo la rodilla. No quiero matarles la onda, pero me gustaría regresar luego.

Se estaba arreglando la venda y, en realidad, tenía la rodilla desollada; todos pudimos comprobarlo.

-No debemos volver por las rocas -opinó Jaime-; no lo resistirías, Marion. Hay que buscar un atajo por la ladera y, así, retornar por el cerro, por arriba. Ahí, sin duda, nos toparemos con un camino como Dios manda.

-Desde aquí no se divisa ningún sendero ladera arri ba -dijo Marion con desaliento.

-Pero tiene que haber, y más de uno -estimó Jaime con mucha seguridad.

-Ojalá -dijo Marion.

-Un poco hacia el poniente ya empieza la zona de las caletas con accesos al camino -agregó Jaime.

-Jaime tiene razón -dije-, yo iré a explorar el terreno.

La ensenada de la Cueva del Pirata limitaba al norte con un disparejo muro pétreo hacia el cual dirigí mis pasos. Al poco rato noté que era posible sortear ese macizo por una estrechura apta. Luego, un largo ribete de arena, humedecido por las estelas finales de la marea, se extendía al pie del cerro, perdiéndose en un recodo. ¿Qué habría más allá de esa esquina? Si sólo iba a encontrar más rocas y precarias playas pedregosas, y el cerro siempre cortado a pique, tendría que dar por frustrada mi misión.

Continué avanzando con las esperanzas a medio naufragar. Entonces, en cuanto tomé la curva dejando atrás la dilatada cintura de arena, la vi. Ante mis ojos se abría una vasta caleta. Y en la zona donde las olas espumaban mansamente sus segundos y terceros lomos, estaba ella bañándose. Me acerqué al borde de las aguas y me quedé mirándola. Tenía su larga cabellera enmadejada sobre la nuca, en un moño apenas sujeto por gruesas horquillas de carey. Su traje de baño, de tela ordinaria y suelta que no se apegaba a su cuerpo, sí se le adhería al variable arbitrio de sus movimientos y del oleaje. En un juego retozón se zambullía y se ponía de pie, alternativamente, dándome la espalda y, al sesgo, el perfil. Aprecié su cuerpo con más libertad ahora, en ese ejercicio espontáneo; su contextura era atlética, sus formas llenas, sinuosas y firmes.

Francisca Yo te amoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora