En la casa de francisca. 2 parte.

682 22 0
                                    

-Todo puede ser -estimó el joven sin alterar su seriedad-, pero no esté tan seguro, tío.

-No se distraigan por mí -dije-, también juego al ajedrez y sé lo que significa una interrupción. 

-Por mí no se preocupe -espetó el primo.

-Lo dice porque ya tiene perdida la partida -bromeó el hombre.

La señora había vuelto a la cocina donde con Francisca estaban ya sacando del horno los panes, cuyo aroma nos llegaba afuera en tibias vaharadas. La concentración de los jugadores y la ausencia de las mujeres me dio oportunidad para observar el entorno a mi gusto. Me sorprendió no ver por lado alguno ni un solo aparejo de pesca; mi conjetura inicial en cuanto a que Francisca pertenecía a una familia de pescadores había sido, pues, errónea. Algo más que la inexistencia de esos aprestos se sumaba al equívoco. Algo más y de mayor gravitación iba quedando al descubierto: los miembros de esa familia procedían con una entereza sólida, con soltura, con una especie de confianza distintiva que les otorgaba seguridad. Modulaban bien, se expresaban apropiadamente, llenos de una dignidad a flor de piel. En la terraza, por mencionar un detalle, había una fila de maceteros entre las balaustradas de la baranda, con plantas y enredaderas que ponían de manifiesto, más que un mero buen gusto, el principio de

un refinamiento. La madre de Francisca, lejos de atenerse a los geranios y las hiedras, pero sin menospreciarlos, tenía allí motiflor y jazmines.

De pronto alcancé a ver que Francisca salió casi corriendo de la cocina. Se me vino por detrás y me cubrió los ojos con sus manos.

-Adivina quién soy -me preguntó.

Me sentí invadido por una amarga vergüenza ajena ante la incoherencia de su humorada, en la que no había sorpresa alguna. O quizá sí, más bien por el hecho de que la hiciera delante de otras personas, aunque fueran de su propia familia.

-No sé, no se me ocurre -le contesté, para salir de la ridícula situación con algo parecido a una broma.

-A ver si me reconoces ahora -dijo, y juntamente con sacar sus manos me besó en la cara: tres sonoros besos.

-A ver si tú me ayudas a poner la mesa -oí decir, con alivio, a la señora desde la cocina-. Y ustedes, jugadores, despejen por favor, despejen.

-Creo que no vale la pena seguir -dijo el joven.

-Bota el rey, entonces -indicó el padre de Francisca.

-No le daré esa satisfacción, tío Juan, pero ganó igual, ya me desquitaré en la revancha. ¿Cuándo será?

-Mañana puede ser, antes de partir. El camión estará listo esta tarde.

-¿Y la carpa?

-Estará remendada ya, pasaremos por ella también mañana.

-¿Vendrá Francisca con nosotros?

Yo, que venía siguiendo el diálogo, en este punto me quedé imantado.

-No todavía, Esteban. Su mamá quiere tenerla con ella todavía unos días más, creo que el circo podrá sobrevivir sin Francisca si es, como será, por muy poco tiempo.

Madre e hija ya habían puesto la mesa. Junto al cestillo de pan amasado y debidamente envuelto en su paño, colocaron potes con quesillo de cabra, mantequilla, miel de abeja y varios tipos de mermeladas. Durante el té la señora mantuvo la iniciativa en la conversación. Era muy comunicativa y al poco rato estuve al tanto de muchos aspectos sobre la familia. Ella era artesana, abarcando el pulido y tallado de cachos de buey, colmillos de lobo marino, huesos, algunas conchas y espadas de albacora. Estimaba que le iba bien: sus piezas se vendían a altos precios en dos o tres tiendas selectas de Santiago y tenía noticias de que los extranjeros las preferían. Los intermediarios se quedaban, claro, con la parte del león, pero qué hacerle. La artesanía, por lo demás, era una manera de vivir, tenía independencia y amaba lo que hacía. Su hija también tallaba, sí, la niña aprendió de a poco y sus piezas eran bonitas,

Francisca Yo te amoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora