Segunda Vision en el casino parte 2

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Tres mesas más allá, hacia la salida, estaba ella. Podía contemplarla claramente; los parroquianos situados entre ella y nosotros no se interponían y los cilindros de neón apegados al cielo del casino alumbraban todo el ámbito. Era ella otra vez, con sus largos cabellos castaño miel y sus grandes ojos esmeralda, y esa sonrisa fija y sólidamente ingenua que le imprimía a la boca una tenue pero notoria curvatura hacia arriba, quedándose prendida en las comisuras.

-¡Hey, Alex! -Jaime me desconectó bruscamente de mi estado de absoluta contemplación-. Oye, ¿qué te pasa? ¿Comprendes ahora lo que te digo?

-Ella está aquí -musité.

-¿Qué dices? Habla como hombre, ¿qué te pasa?

-Es ella, está aquí -le respondí ahora con claridad.

-Pues, fantástico. ¡Salud! Es tu oportunidad, ya le hablaremos o la sacas a bailar, eso es.

Tuve que apretar con firmeza la oreja de mi jarra para que el temblor de mis manos no se hiciera ostensible. -No, Jaime, ahora no, no quiero hacer nada.

-Te has vuelto loco tú; hemos trotado durante tres días de un lado para otro buscando a esta chiquilla y sales con que vas a desaprovechar la ocasión.

-Te lo digo en serio.

-Estás malo de la cabeza. A ver, ¿dónde está? ¿Cuál es?

Se la señalé.

En esos momentos ella y el mismo hombre de pelo gris corto con quien iba aquella mañana en la embarcación se habían puesto de pie y avanzaban hacia la pista de baile. En su mesa quedó una pareja formada por una mujer mayor y un muchacho adolescente. De los parlantes brotó una cumbia y otros parroquianos se animaron al baile.

Ella venía abrazada por el hombre de una manera que me pareció paternal; sí, ese tipo tenía que ser su padre: más que la doblaba en edad, su cabeza pelo por medio era cana y, de veras, la traía de un modo protector.

-Francamente, amigo -oí decir a Jaime-, tu chiquilla es un bombón. ¡Un bombonazo!

La posesividad implícita en ese tu chiquilla me inundó de júbilo.

-Y perdóname, pero ahora me explico que te haya rayado el coco, y créeme que sólo por respeto a nuestra antigua amistad no me le echo encima. ¡Ay, ay, ay! ¡Mírala cómo baila!

En la pista la muchacha se había separado de su maduro acompañante para iniciar el baile, acercándose desde cierta distancia para volver a alejarse al compás de la pieza. Contoneándose al vaivén, levantaba a media altura los brazos, echando la cabeza ligeramente hacia atrás, nada más alzándola un poco, pero lo suficiente para que su rostro quedara expuesto a la luz. La sonrisa, ese dulce y amoroso gesto suyo en el que también participaba la pureza de su mirada verde, se mantenía inalterable en su cara para acentuarse, única y fugazmente, cuando él le decía algo. Yo percibía que él la miraba con cariño y que, sin duda, las palabras que le hablaba eran gratas; sí, la actitud de ese hombre con ella era amable; no se desprendía de ahí nada que se aproximara siquiera al más leve entendimiento adulto entre un hombre y una mujer. Y esto se hacía aún más manifiesto por la naturaleza de la música afrolatinoamericana que estaban bailando; la sensualidad que le es tan propia y la cumbia parecía haber sido mutada, por esa pareja, en una pura gracia. Así, desprovista de su voluptuosidad, la pieza la convertían ellos en una mera travesura. Y, nuevamente, era esa sonrisa

suya la que permeaba de inocencia todos sus actos, ya fuese ella sobre una barca, ya estuviera -como aquí- al centro de la pista jugando con ese ritmo.

De pronto Jaime, quien tampoco le quitaba la vista de encima, dijo:

-Oye, oye, Alex, ¿sabes una cosa? -¿Sí?

-Eh... No sé cómo explicártelo, pero hay algo, cómo decirte, algo raro en tu chiquilla.

-¿Ah, sí? ¿Qué sería?

-Bueno... No lo tengo claro, pero hay algo, sí, hay algo en su manera de reír que no sé, no sé.

-No seas tonto -reaccioné-, es de lo más lindo que ella tiene.

-¿Te parece?

-Por supuesto -le confirmé con un tono muy serio.

-Tal vez estoy equivocado, pero fíjate, hombre.

-¿En qué quieres que me fije?

-Bueno, perdona, pero me da la impresión de que esta chiquilla, bueno, parece que está siempre con esa sonrisa. Y bien, le queda requetebién, pero la tiene como pegada, no sé, o es sólo una impresión equivocada... Olvídalo, sí, es mejor.

En esos momentos el hombre le dijo algo a ella que debió resultarle muy divertido, porque estalló en una carcajada larga y cantarina, muy cantarina. Aproveché de hacerle notar a Jaime esa variación.

-Ah, sí, sí, pero mírala: otra vez quedó igual que antes. ¿Ves? ¿Te das cuenta?

Tenía razón, ella retomaba a su sonrisa y yo sentí que eso me encantaba. Ella lo invadía todo de una suave complacencia con ese gesto que era una sola y misma cosa con su tierna manera de mirar.

-Es tan bonita -dije.

Para Jaime, ése era mi último comentario sobre la materia y él lo entendió de inmediato así. Imperaba entre nosotros el implícito código de hombres, y la norma era no hacer referencias molestas sobre la muchacha a quien uno quiere bien. Pero sus palabras sobre la sonrisa de ella iban a quedar vivas dentro de mí. Y habría de recordarlas al día siguiente.

A pesar del tácito acuerdo, esa conversación nos empañó la noche. Al término de una segunda cerveza que bebimos más bien en silencio, Jaime me dijo:

-Tengo sueño, hombre. Si no piensas sacarla a bailar, podríamos irnos.

Asentí y pedimos la cuenta. Seguramente, mi amigo seguía sin explicarse que yo no aprovechara la ocasión para realizar una aproximación a la muchacha, y hacer algo por conocerla. Desde luego, era muy posible y a nadie le habría extrañado que yo

me acercara a ella y la sacara a bailar. Era muy frecuente ahí que los hombres tomaran esa iniciativa, pero algunas cosas me paralizaron el ánimo: la presencia de ese mocetón que la acompañaba en su mesa junto al hombre de pelo gris y la mujer madura, el temor de ser rechazado y quedar en ridículo ante Jaime después de habérmelo pasado días transmitiendo sobre la muchacha desconocida. Y una timidez inusitada que provenía de lo diferente que era ella y de la desmesurada forma en que continuaba impresionándome. Todo eso me inhibió y dentro de mí sentí, como una leve compensación, la seguridad de que volvería a rencontrarme con ella. Era ésta una convicción que tenía sus bases: si la muchacha estaba allí esa noche, era porque pertenecía a una familia del lugar. Los parroquianos nocturnos del casino del Papagayo eran casi todos de ahí: sencillos habitantes del Quintero permanente, el que seguía existiendo todo el año después de que los veraneantes lo abandonaban para regresar a sus ciudades.

-Bueno, ahora sí que estamos listos -dijo Jaime.

Nos pusimos de pie y avanzamos hacia la salida.

Cuando pasamos junto a su mesa hubiera querido mirarle la cara de cerca, pero estaba sentada de espaldas al pasillo. Escuché, sí, la serpentina un poco monocorde de su risa. Quizá demasiado monocorde.

Francisca Yo te amoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora