en el circo

596 14 0
                                    

 XII

EN EL CIRCO

Yo no había ni siquiera sospechado la importancia de Francisca en el Circo Metrogoldin. Su número oficial, del que me había hablado al paso en más de una oportunidad, era el de equilibrista o alambrista, como decían allí. Sin embargo, ese papel estaba muy lejos de agotar su importancia. A partir del inicio, el público no podía menos que fijarse en ella. Así era tan pronto se escuchaban los compases de la marcha Doble águila.

En aquellos años los circos se conectaban, con o sin permiso municipal, a los cables eléctricos urbanos, de tal manera que disponían de buena iluminación, y la mayoría de los más modestos ya había reemplazado la costosa orquesta por el tocadiscos. Los artistas entraban en una fila, encabezados por Francisca; por una Francisca de guaripola, malla esplendorosa, escamada o no, falda, capa y chaquetilla cortas, y botas de media caña. Con su cabellera recogida sobre la nuca, su rostro quedaba generosamente expuesto al público, que admiraba su belleza ahora majestuosa.

La fila se bifurcaba al llegar a la pista y los circenses seguían marchando alternativamente, unos por la derecha y otros por la izquierda. Los únicos que permanecían parados, marcando el paso al borde de la pista y sin acceder a ella, eran Francisca y su padre; éste, a veces de librea con alamares y chistera de altísima copa, otras de estricta etiqueta con absoluto predominio del negro o, por el contrario, de iridiscente casaca de terciopelo, camisa de seda y pantalón de fantasía. Cuando los artistas se topaban al otro extremo de la pista, la música enmudecía y el padre de Francisca saludaba al público dándole la bienvenida y nombrando a los payasos, quienes al escuchar sus motes brincaban haciendo piruetas. Al término de sus palabras se ponía otra vez la música y Francisca, pasito a paso, cruzaba airosa la pista hasta enfrentar a los artistas en el otro extremo; ahí se daba la media vuelta y encabezaba la marcha de salida. Se sucedían después los varios números, los aéreos de trapecio sencillo y doble, los payasos, el mago, los acróbatas, los de fuerza capilar y dental, los dandies acrobáticos, y así. Fuera de su garbosa aparición inaugural, Francisca actuaba en dos ocasiones. Primeramente, subía por una estrecha escalerilla hasta una de las dos más altas plataformas que también ocupaban en sus números los trapecistas y que

ahora se hallarían unidas por el delgado puente de alambre; sobre su cabeza se mecían la tela y sus relingas, de hecho al alcance de su brazo estirado, de manera que su actuación se realizaba en el espacio cónico de la carpa más arriba del ruedo. Francisca hacía desde allí el tradicional saludo de artista circense, con un brazo y luego el otro, en ese gesto de ofrenda y llamando la atención con las palmas abiertas al cielo. Tomaba enseguida la vara metálica que le servía de balancín y sólo entonces se oía El Danubio azul. Un paso, y ya estaba con un pie sobre el alambre y, a continuación, junto con situar el balancín horizontal respecto de su cuerpo, acometía el paso que la dejaría del todo sobre la cuerda. Acogiendo la cadencia del vals, Francisca avanzaba. Las miradas del público, cabeza alzada, no se le despegaban, asombradas del aplomo que ella iba adquiriendo hasta que, ya, de un saltito estaba ahora sobre la otra plataforma. Ahí volvía a saludar y se disponía al regreso, y entonces, justo en la mitad de su precaria senda, Francisca se detenía y empezaba a columpiarse. Su figura se veía arriba, abajo, arriba, abajo... hasta el punto en que el alambre parecía adquirir una elástica consistencia que hacía posible esa oscilación. Y, de pronto, dejando a medio mundo con el corazón en la boca, Francisca simulaba perder pie y, en efecto, ¡qué resbalón! ¡Oh, caía, caía! Pero ¡ah!, ahí el balancín daba en cruz contra la cuerda y de ese encuentro nacía un impulso que propulsaba a Francisca aladamente hacia arriba, hasta que sus pies, ¡ah!, de nuevo posados sobre el alambre, nos devolvían el alma al cuerpo. El público rompía en aplausos y ella, ligerita, de un santiamén se allegaba a la plataforma desde la que volvía a saludar. En ese momento se soltaría el moño, y así vendría escalerilla abajo con la cabellera derramada y su carita llena de júbilo hasta el centro de la pista donde, ahora sí, de veras, se despedía enfrentando en giro a todo el público. Pero ése no era su número culminante; éste venía mucho después, al final, y con él se cerraba el espectáculo. Era breve y muy riesgoso. El trepe. Francisca aparecía con su malla y su capa, dejaba esta última abajo y ascendía nuevamente por la escalerilla. Pero ahora la cuerda, que antes cruzaba de plataforma a plataforma, discurría desde una de éstas en tenso trazo diagonal hasta anudarse en un gancho enterrado a un metro del borde de la pista. Por ese alambre en tan pronunciado ángulo iba a deslizarse Francisca desde la altura. Cuando estaba a punto de iniciar el descenso, se oía el redoble de un tambor, único instrumento que quedaba de la orquesta de otrora, y que también servía en los momentos cruciales de los saltos mortales de los trapecistas. No dejaría de oírse hasta que ella aterrizara sobre el apisonado de aserrín. Después de abandonar en el preciso segundo el riel por donde venía a gran velocidad y en creciente aceleración, Francisca, ante un público de pie

que celebraba a gritos su proeza, recogía su capa y se retiraba haciendo venias hasta desaparecer tras el cortinaje de la entrada.

En cuanto a mis tareas en el circo, no se limitaron a la atención de quioscos. La naturaleza de la vida circense, me refiero al trabajo y a la convivencia solidaria, obligaba a que todos se prodigaran, estando siempre dispuestos a colaborar en las múltiples cosas que había que hacer y que nunca dejaban de aparecer de la mañana a la noche. Sería tedioso que diera cuenta detallada de esta materia y claro está que no lo haré, pero no puedo dejar de mencionar el rudo trabajo que significaba levantar la carpa y los traslados del circo. Tuve que estar, como todos, también un tanto en todo. Recosiendo las relingas y retenidas a la tela, parchando, ya que esos remiendos no eran cosa sólo de mujeres, enterrando los parales para el dintomo de los ruedos, anudando cuerdas a lo marino, asentando las graderías en las escuadras... Y eso que el Metrogoldin era un circo pequeño, de un par de mástiles, alrededor de veinte artistas y para un público no mayor de ochocientas personas. En menos de un día levantábamos la carpa y antes de tres ya la estábamos desarmando, y cargando los camiones para el traslado a otro pueblo, a otro balneario. Íbamos hacia el sur.

-Porque al norte -me decía don Juan- las ciudades se distancian más y hay menos habitantes.

-Pero en invierno... -comenzaba a objetarle yo, conociendo el rigor de las lluvias australes.

-Ah, no, muchacho, nosotros somos perros de aguas, no hay temporal que asuste a un circo, ya verás.

Pero yo no iba a llegar muy al sur, ni siquiera a su portal del río Biobío.

En esos días Francisca y yo estábamos juntos mucho, muchísimo menos de lo que hubiéramos deseado. Esa existencia circense en la que me había metido me suministraba un cansancio tal que, terminada la función de la noche, apenas me podía los párpados y mi mente era presa de una fatiga que no perdonaba espacio. Nuestra posibilidad de compartir algún tiempo a solas se presentaba a altas horas de la noche y también al amanecer, principalmente al amanecer. Debo admitir, sí, que en el transcurso del día teníamos ciertos momentos en que nos arrinconábamos por ahí y por allá para hacernos cariño y, a veces, hasta tiempo suficiente para dar una vuelta por el pueblo próximo al circo. Y también es verdad que durante las funciones estábamos pendientes uno del otro, dedicándonos miradas y gestos que eran el lenguaje del que nos alimentábamos.

Pero era en la madrugada cuando yo tenía a Francisca, cuando yo la esperaba. Entonces podíamos pertenecernos uno al otro. Dije que la esperaba, pero no es propiamente así, porque yo dormía y salía del sueño por el contacto de la mano de Francisca, por el roce de sus labios. Escuchaba luego su voz murmurosa hablándome en chiquitito, y esas susurrantes frases suyas eran el amor. Ese era el bendito despertar mío.

En las sonrisas que nos intercambiábamos durante el día y a la distancia, y en todos los otros gestos de complicidad, persistía, habitándolos, el recuerdo del amanecer de cada uno de esos días.

De aquellos pocos días que, de pronto, llegaron a su fin. 

Francisca Yo te amoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora