Capítulo 1: Un día común.

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No, Dios mío, no. Otro día no. Quisiera simplemente despertar y ser otra persona, con otra vida mejor. O simplemente no despertar más.

Me levanté sin ganas, como siempre. Me di un baño rápido y tomé unos jeans, mis converse negros y una sudadera del mismo color.

Me miré en el espejo. Gracias a Dios el baño se había llevado todos los rastros de lágrimas que quedaban y la sangre seca que se resguardaba en mis muñecas.

Tomé mi mochila y eché un vistazo al reloj digital a lado de mi cama. Aún era temprano, Michelle de seguro no se había despertado aún.

Michelle, mi madre. Es más, ni siquiera la veía como eso. Era una simple mujer que se encargaba de cagarme más la vida. Culpándome de todo, y era verdad, tenía la culpa de todo, eso era lo que más me dolía. Michelle tenía razón en lo que me decía.

Salí haciendo el menor ruido posible y monté mi bicicleta. Era demasiado temprano, las clases empezaban en dos horas y tenía que ir. Ya no podía faltar más.

Me quería morir.

Pensaba hacerlo.

Pero había algo en mi interior que siempre me detenía. Ese maldito lado cobarde. Sin mí todos estarían mejor. O ni siquiera notarían que me había ido.

Montar mi bicicleta, pedalear sacando todo el dolor y sentir el viento en mi rostro, eso era perfecto. Y más perfecto era mi destino.

Di la vuelta a toda la casa para que no sospecharan que estaba ahí.

Dejé mi bicicleta en el patio trasero, encadenada al barandal y entré a la casa abandonada. “La casa embrujada”, como decían los niños que no se atrevían a entrar.

Subí las escaleras corriendo, el sol no tardaría en salir y quería tomar una fotografía exacta de ese momento.

Rebusqué en mi mochila en busca de la cámara, sentí una punzada en el dedo índice y vi sangre, me había cortado sin querer. Mi estuche con navajas se había abierto.

Ignoré el dolor junto con la sangre y tomé la cámara. Amaba tomar fotos.

Detener un momento para guardarlo por siempre, decía mi padre.

Guardar recuerdos, decía el psicólogo.

Tuve esas citas desde que murió papá, desde los 11 años tomaba terapia. Pero lo dejé por culpa de Michelle, ella decía que sólo quería llamar la atención. Para ella siempre he querido llamar la atención. Sí, claro.

Mi cámara era lo mejor que tenía. Papá me la había regalado antes de morir. Él era fotógrafo, era lo mejor que tenia él. A parte de mi, decía. Ahora ya no lo tenía a él, ni tenía nada.

Tomé la fotografía.

Salió perfecta.

Esperé mucho para tomar esa fotografía. Ahora solo faltaba imprimirla, ponerla en mi álbum y estaría completo.

En esa casa tenía todo. Pensaba ya tomar toda mi ropa y largarme de mi casa para vivir ahí. Juntaría más dinero vendiendo mis fotografías y me iría a otro lugar, fuera de ahí.

Vi la hora en mi reloj de muñeca, quedaba media hora para entrar a la escuela.

Mierda, me he entretenido tomando más fotografías de lo que debería.

Guardé mis cosas, salí de mi escondite y tuve que respirar profundo para poder emprender mi camino a la segunda más grande tortura de mi vida.

Estacioné mi bicicleta y vi como los demás se daban cuenta de mi presencia, acercándose sigilosamente para comenzar a hacer mi día una completa mierda.

Me giré para entrar al campus e ignorarlos. Caminé lo más rápido posible, al entrar me arrepentí de haberlo hecho.

La mayoría gente estaba afuera y ahora ya no habría testigos.

Bueno, mejor, así podría decir que me caí o algo. Pero nadie me preguntaría sobre eso.

Sentí una punzada en mi cuero cabelludo por detrás.

Ya estaba empezando.

—¿Tratas de escapar, zorra? —dijo no sé quién, no los conocía, pero parecía que ellos a mi sí. No respondí. —Te hice una pregunta.

—No. —respondí con voz temblorosa.

—Parecía que sí, ¿o no chicas?

—Sí, la zorrita tiene miedo.

—Es una basura.

—Enseñale de una vez lo que merece. —respondieron otras voces.

—Te lo diré una vez, zorra, intentas escapar otra vez y no te imaginas donde acabarás.

Y todo se volvió negro después.

Scars. LT.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora