Capítulo X

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De pronto, el gimnasio se convirtió en mi lugar favorito. Llegar puntualmente era mi objetivo más importante, diez minutos antes de las seis Milagros entraba y yo ya estaba ahí, esperándola, fingiendo indiferencia en alguna máquina.

  Conocía de memoria su rutina: medio hora de trotadora, quince minutos de abdominales y quince de presas. Cuando yo llegaba reservaba dos trotadoras para que ella siempre encontrara sitio junto a mí.

  Pablo tenía una rutina diferente, él se acercaba a cualquier máquina si por ahí cerca había una chica linda. No importaba si esa máquina era una trotadora o una cafetera eléctrica.
  Como no siempre tenía suerte, porque las chicas lindas nunca sobran, Pablo se ponía menos exigente y buscaba acercarse a las simpáticas. Si tampoco las encontraba, entonces debía conformarse con su última alternativa: acercarse a las menores de 75 (años y kilos)

  La báscula se había movido muy poco, tanto para Pablo como para mí, pero medio kilo era un triunfo en las dos semanas que llevábamos.

  La barriga de transportistas interprovinciales ya había reducido sus dimensiones, y eso se notaba en que los botones de los pantalones ya no eran potenciales proyectiles.

  Milagros y yo cada vez estábamos más cerca el uno del otro. Ella era especial, y yo había notado que no estaba sólo en la historia. Lo percibía en varios detalles, por ejemplo: desde la segunda semana ella decidió no escuchar la música de su ¡Pod sino conversar conmigo.
  Sonreía mucho.
  Curiosamente comenzó a utilizar brillo labial y una ligera sombra en sus ojos. Se veía linda.

  Tenía 16 años, como yo, pero me ganaba por seis meses. Según me contó había decidido ir al gimnasio porque estaba cansada de que se burlaran de ella en el colegio llamándola gorda.

-¡Pero si no estás gorda! -le dije el segundo día de nuestra conversación de amigos-. A mi me parece que estas bien.

-Gracias, Tiago, pero yo siento que necesito perder peso. Ya sabes cómo es la gente. Un día a un tonto se le ocurrió decirme gorda en el colegio y eso dio pie para que comenzaran a ponerme apodos y a molestarme con esas cosas desagradables.
  Ya he perdido algo en estos meses, pero aún necesito perder un par de kilos más.

-A las chicas les gusta exagerar en eso del peso, tengo compañeras del colegio que no comen nada, son como espaguetis.

-Si, bueno, a mí sólo me interesa perder un par de kilos y tener un buen estado físico. Al principio no me gustaba venir al gimnasio porque me dolía todo, pero luego de seis meses ya lo llevo mucho mejor.

 -¿Sabes, Milagros? A mí el gimnasio me gusta sobre todo porque...

 -¿Porqué? ¿Por las máquinas? -preguntó ella con una curiosidad que no pudo contener.

 -No.

 -Me gusta porque puedo verte y estar contigo.

Milagros me miró  ambos nos dimos cuenta de que temblábamos. Una extraña sensación se apoderó de mi cabeza, de mi pecho y de mi estómago. Algo difícil de explicar. Era como una falta de aire, como una aceleración incontenible del corazón y una alegría que no se parecía a ninguna otra que yo conociera.
 Milagros detuvo la marcha de la trotadora y, entonces, con una sonrisa nerviosa, me dijo:

 -Creo que a mí me pasa lo mismo, Tiago.

 En ese instante apareció Pablo, el inoportuno y dijo:

 -¿Nos vamos? La sala de abdominales quedó libre.

  A la salida, luego de darle una patada a la máquina surtidora de botellas de agua, Pablo yo yo acompañamos a Milagros  hasta el edificio en el que vivía.
  Estaba cerca y quedaba en nuestro camino.

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