Capítulo XIX

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La mudanza se canceló y todo quedó suspendido en una especia de desafío al calendario. Ya nada tenía fecha ni plazo.

Ninguno de nosotros sabía si estaba aferrándose al presente, al pasado o al futuro. Sentíamos como si el autobús nos hubiera dejado en la mitad de la vía, sin dinero, sin equipaje, sin brújula, sin mapa.

Mamá le decía lo mismo a quien la llamaba a preguntarle cómo iba todo: <<Es que no reconozco a Antonio, es una persona distinta de la que yo conocí>>.

¿Será eso posible? ¿La gente puede cambiar tanto hasta el punto en que no podamos reconocerla?

<<Necesito tiempo>>, fue lo único que papá nos dijo, aunque no precisó cuánto ni para qué.
Mi mamá decidió que eso, precisamente eso: el tiempo, sería lo que ella, Bernardo y yo no perderíamos. Y comenzamos a caminar, juntos, cada día un pasito, cada día un pasito...

Al cabo de un tiempo, ya de vacaciones, se me ocurrió volver al gimnasio y elegí una hora extraña para evitar encontrarme con Pablo y con Milagros.

Máycol me recibió entusiasta como siempre.

Me acerqué a la trotadora y la encendí. No pude evitar recordar la historia que ahí se había tejido. Los innumerables diálogos, las sonrisas compartidas, el beso...

Mientras subía la velocidad de la cinta, me di cuenta de que la vida a veces nos envía señales claras y las evadimos:

Milagros y yo estábamos sobre esa cinta cada día, corriendo, emocionados, el uno junto al otro, en paralelo, ¡sin llegar a ningún destino!

Una trotadora es una máquina que te agota y no te lleva a ninguna parte, aunque le impongas una velocidad olímpica.
La detuve y de un salto me aparté de ella.

-¿Qué pasó? -preguntó uno de los instructores que estaba cerca-. ¿Algún problema?

-No, todo bien -respondí.

Presuroso avancé por el pasillo y me detuve junto a la máquina surtidora de botellas de agua.
La sorpresa que allí me llevé me puso la piel de gallina.

Milagros estaba ahí. Llevaba puesta una gorra de Pablo.

Al mirarme, se puso pálida. Bajó su mirada nerviosa y una de las chicas que en ese momento acababa de sacar su botella, al verme con una moneda en la mano, me dijo:

-Recuerda... hay que darle una patada

-¿A quién? -pregunté con ironía

-A la máquina, ¡claro! -respondió esa chica sin entender a qué venía mi pregunta.

Sonreí... Eso era lo que yo hubiera querido: Devolverle la patada.
Pero preferí salir del gimnasio y no verla más.
En la puerta estaba Máycol y me preguntó si al día siguiente volvería.

-No -le contesté con una sonrisa-, creo que ya no me gusta la trotadora, ahora prefiero correr sabiendo que llegaré a algún lugar.

Al entrar a casa, Bernardo y mamá me esperaban para ir a comer. Los tres lucíamos nuestras sonrisas aún golpeadas, nuestra alegría magullada. Pero queríamos, de verdad, volver a ser felices.

Hay un día en que despiertas sin imaginar que la vida está a punto de jugarte una mala pasada.
Sonríes sin saber que los pilares de tu mundo van a tambalear y vas a experimentar un dolor increíble.

Afortunadamente, también hay días de los otros, en que llegas a casa, miras a tu alrededor y sabes que hay dos personas que jamás te van a fallar.

Y por esas personas vale la pena conjugar el pasado, el presente y el futuro.

Patas ArribaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora