parte 2

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SACERDOTE.- ¡Oh Edipo, que reinas en mi país! Ves de qué edad somos los que nos
sentamos cerca de tus altares: unos, sin fuerzas aún para volar lejos; otros, torpes por la
vejez, somos Sacerdotes -yo lo soy de Zeus-, y otros, escogidos entre los aún jóvenes.
El resto del pueblo con sus ramos permanece sentado en las plazas en actitud de súplica,
junto a los dos templos de Palas y junto a la ceniza profética de Ismeno.
La ciudad, como tú mismo puedes ver, está ya demasiado agitada y no es capaz
todavía de levantar la cabeza de las profundidades por la sangrienta sacudida. Se
debilita en las plantas fructíferas de la tierra, en los rebaños de bueyes que pacen y en
los partos infecundos de las mujeres. Además, la divinidad que produce la peste,
precipitándose, aflige la ciudad. ¡Odiosa epidemia, bajo cuyos efectos está despoblada
la morada Cadmea, mientras el negro Hades se enriquece entre suspiros y lamentos! Ni
yo ni estos jóvenes estamos sentados como suplicantes por considerarte igual a los
dioses, pero sí el primero de los hombres en los sucesos de la vida y en las
intervenciones de los dioses. Tú que, al llegar, liberaste la ciudad Cadmea del tributo
que ofrecíamos a la cruel cantora y, además, sin haber visto nada más ni haber sido
informado por nosotros, sino con la ayuda de un dios, se dice y se cree que enderezaste
nuestra vida.
Pero ahora, ¡oh Edipo, el más sabio entre todos!, te imploramos todos los que
estamos aquí como suplicantes que nos consigas alguna ayuda, bien sea tras oír el
mensaje de algún dios, o bien lo conozcas de un mortal. Pues veo que son efectivos,
sobre todo, los hechos llevados a cabo por los consejos de los que tienen experiencia.
¡Ea, oh el mejor de los mortales!, endereza la ciudad. ¡Ea!, apresta tu guardia, porque
esta tierra ahora te celebra como su salvador por el favor de antaño. Que de ninguna
manera recordemos de tu reinado que vivimos, primero, en la prosperidad, pero caímos
después; antes bien, levanta con firmeza la ciudad. Con favorable augurio, nos
procuraste entonces la fortuna. Sénos también igual en esta ocasión. Pues, si vas a
gobernar esta tierra, como lo haces, es mejor reinar con hombres en ella que vacía, que
nada es una fortaleza ni una nave privadas de hombres que las pueblen.
EDIPO.- ¡Oh hijos dignos de lástima! Venís a hablarme porque anheláis algo conocido
y no ignorado por mí. Sé bien que todos estáis sufriendo y, al sufrir, no hay ninguno de
vosotros que padezca tanto como yo. En efecto, vuestro dolor llega sólo a cada uno en sí
mismo y a ningún otro, mientras que mi ánimo se duele, al tiempo, por la ciudad y por
mí y por ti. De modo que no me despertáis de un sueño en el que estuviera sumido, sino
que estad seguros de que muchas lágrimas he derramado yo y muchos caminos he
recorrido en el curso de mis pensamientos. El único remedio que he encontrado,
después de reflexionar a fondo, es el que he tomado: envié a Creonte, hijo de Meneceo,
mi propio cuñado, a la morada Pítica de Febo, a fin de que se enterara de lo que tengo
que hacer o decir para proteger esta ciudad. Y ya hoy mismo, si lo calculo en
comparación con el tiempo pasado, me inquieta qué estará haciendo, pues, contra lo que
es razonable, lleva ausente más tiempo del fijado. Sería yo malvado si dejase de cumplir cuanto declare el dios

edipo reyDonde viven las historias. Descúbrelo ahora