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Diciembre 24 del 2019.

6:30 PM

La cocina de los Dupain Cheng se encontraba en su máximo esplendor. Rebosaba vida y calor. Demasiado calor. El horno de los fogones no solo desprendía un aromático perfume, pues provocaba que los improvisados cocineros tuvieran que secarse la frente con una servilleta. Era la concentración, los pequeños detalles que lograban hacer agua la boca con la simple acción de ver los manjares que se emplataban con delicadeza para los comensales en los coloridos platos que tintineaban gozosos cuando los cucharones se aproximaban a ellos.

La escena era bastante parecida a cuando Bella bajó al comedor para ser hipnotizada por la deslumbrante coreografía de Lumière, que bailaba gozoso entre los postres y entretiempos.

Las bolsas de azúcar y sal se paseaban por toda la cocina en proporciones balsámicas, una pizca por aquí, otra pizca por allá. La harina no se quedaba atrás, la medían, pesaban y lanzaban a los platones que mezclaban el resto de los ingredientes, para transformar el paliducho semblante del trigo en una dorada corteza crujiente bañado en un líquido ambarino que se quedaba en los dedos. El caramelo se cristalizaba en moldes en forma de copos, árboles y renos, que bien podrían colgar de un verdadero pino navideño. Transparencia, glaseado, sazonado.

Los olores, tan variados entre sí iban desde los dulces: Crema de avellana, fresas tostadas, ralladura de naranja, limón, mantequilla deslizándose por la sartén, jugo de manzana, piña fermentada, mermelada de guayaba, leche de zarzamora y arándanos rellenos; hasta los salados: Carne asándose en las parrillas, pastas hirviendo en la sartén, empanadas horneándose, atún en diminutas galletas caseras, salsas de jugosa textura y diminutos sándwiches de pierna con vegetales asados. No faltaban los famosos pasteles, de dos, cuatro, seis pisos cubiertos con merengue sabor ambrosía de gusto suave y delicado. El enorme horno parecía no tener ni un segundo de descanso, pero seguía dando batalla. El excéntrico baile de los olores se encontraba con el de los sonidos y juntos, eran capaces de penetrar en tus sentidos.

Bien podían alimentar a un ejército entero si se lo proponían con el opíparo que seguían preparando en el corazón de la panadería.

Los clientes se marchaban con enormes sonrisas de oreja a oreja al recibir sus bolsas, no era para menos, habían invertido sabiamente al escoger a los responsables de sus cenas navideñas. Ya muchas veces los hoteles habían solicitado que los Dupain Cheng se aliaran con ellos, pero la familia no era tonta y sabía perfectamente que la clientela prefería un sabor casero en lugar de uno comercial. Ese era su punto fuerte: Las recetas que preparaban llevaban años en la familia y no se permitirían que la esencia hogareña se perdiera por unos euros más.

Le habían enseñado eso a Marinette desde que ella había aprendido a hablar: No vale la pena vender tu trabajo si no se hará del modo en que tú quieres que se haga. Eso hacía. No permitía que su identidad se perdiera, especialmente entrando a la universidad, donde los profesores parecían querer exprimir sus almas hasta hacerlos desear tirarse de la punta de la Torre Eiffel. Nadie lograría quebrantar su recién explorada integridad.

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