Toomai de los elefantes

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Quiero pensar en lo que fui y olvidar cadenas y lazos; recordar tiempos idos y del bosque cuanto vi. Venderme no quiero al hombre por un montón de cañas, sino huir hacia los míos y entre los míos perderme. Quiero vagar en el alba sentir el viento que corre y recibir el beso de las aguas. Olvidar quiero mis cadenas pesadas y mi dolor todo; revivir mis viejos amores,

y ver a mis camaradas.

Kala Nag, que quiere decir "serpiente negra", sirvió al gobierno de la India de todos los modos posibles en que puede hacerlo un elefante, durante cuarenta y siete años, y como tenía veinte bien cumplidos cuando lo cazaron, el total da cerca de setenta ....... la edad madura de un elefante.

Se acordaba de haber tirado, con un cojín de cuero en la frente, de un cañón atascado en el barro, y esto sucedió antes de la guerra del Afganistán, en 1842, cuando aún no había adquirido todo su desarrollo. Su madre, Radha Pyari (Radha, la niña mimada), que fue cogida en la misma cacería junto con Kala Nag, le dijo, antes de que mudara sus colmillos de leche, que los elefantes que tienen miedo, siempre terminan por hacerse daño; Kala Nag sabía que este consejo era correcto, porque la primera vez que vio estallar una bomba, retrocedió dando gritos hasta un lugar donde había rifles que formaban un pabellón, y las bayonetas se le clavaron en las partes más blandas del cuerpo. Por tanto, antes de cumplir los veinticinco años, ya no tenía miedo, y por ello era el elefante más querido y mejor cuidado de todos los que servían el Gobierno de la India. Había llevado a cuestas tiendas, mil doscientas libras de peso de tiendas, en la marcha al través de la India septentrional; había sido izado a un barco, al extremo de una grúa de vapor, llevándolo a continuación durante muchos días por mar, y obligándolo a transportar un mortero sobre su espalda en un país extraño y lleno de rocas, muy lejos de la India; vio al emperador Teodoro tendido muerto en Magdala, y había vuelto en el barco, con méritos suficientes, decían los soldados, para ganarse la medalla de la guerra de Abisinia. Vio a otros elefantes, compañeros suyos morir de frío, de epilepsia, de hambre o de insolación en un lugar llamado Ali Musjid, diez años después; luego, lo habían enviado a centenares de leguas hacia el sur para acarrear y apilar enormes vigas de madera de teca en los almacenes de Moulmein. Ahí dejó medio muerto a un elefante joven que se insubordinó resistiéndose al trabajo.

Después de eso lo separaron de la ocupación de acarrear madera, y lo emplearon, junto con unos cuantos elefantes más ya entrenados en el oficio, a ayudar en la caza de elefantes salvajes, en las colinas de Garo. El Gobierno de la India cuida mucho de todo lo que concierne a los elefantes. Hay un departamento completo que no hace más que cazarlos, cogerlos y domarlos, y mandarlos de un lado a otro del país, según se necesiten para el trabajo.

Kala Nag medía, del suelo a la cruz, tres buenos metros, sus colmillos habían sido cortados hasta dejarlos como de metro y medio de largo, y, para que no se rajaran, iban cubiertos en el extremo con tiras de cobre; pero podía hacer más con aquellos trozos que cualquier elefante no adiestrado con sus colmillos enteros.

Cuando, después de semanas y semanas de vigilante labor acorralando a los elefantes por las montañas, los cuarenta o cincuenta monstruos salvajes eran dirigidos hacia la última empalizada, y la enorme puerta de troncos de árbol unidos, después de levantada, caía con estrépito detrás de ellos, Kala Nag, a una voz de mando, entraba en aquel movedizo y bramador pandemónium (generalmente de noche cuando la vacilante luz de las antorchas dificultaba juzgar bien las distancias), y, cogiendo por su cuenta al mayor y más salvaje de los elefantes, y de más largos colmillos, lo golpeaba y acosaba hasta reducirlo al silencio y a la quietud, mientras los hombres, montados en otros elefantes, lanzaban cuerdas y ataban a los más pequeños.

Nada ignoraba, en cuestión de luchas, Kala Nag, la vieja y avisada serpiente negra, porque en sus viejos tiempos más de una vez había resistido la embestida del tigre herido, y, enroscando la suave trornpa para resguardarla de peligro, había lanzado al aire a la fiera en el momento en que ésta saltaba, haciendo todo esto con un rápido movimiento de cabeza, parecido al que hace una hoz, e inventado por él mismo; la había revolcado por el suelo y luego se le arrodillaba encima y allí mantenía sus enormes rodillas hasta que la vida abandonaba el cuerpo con un suspiro y un rugido, y dejando sólo sobre la tierra una masa fofa y rayada que luego arrastraba Kala Nag asiéndola de la cola.

El libro de las tierras virgenes.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora