Quíquern

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Cual la nieve que pronto se derrite, es la gente de los hielos orientales;

piden de limosna café y azúcar a los hombres blancos, y vánse tras ellos.

Aprende a robar y luchar la gente de los hielos de Occidente; venden sus pieles en la factoría, y a los hombres blancos su alma.

La gente de los hielos del Sur con los balleneros comercian; con cintajos adórnanse las mujeres, pero pocas y miserables son sus tiendas.

Pero la gente del hielo primitivo, al Norte, lejos del dominio del hombre blanco, hace sus lanzas de diente de narval: allí del hombre es el postrer límite.

-Abrió los ojos. ¡Mira!

-Mételo de nuevo en la piel. Será un perro muy fuerte! Cuando cumpla cuatro meses le pondremos nombre.

-¿Para quién será? -dijo Amoraq.

Miró Kadlu en redondo la choza de nieve cubierta de pieles, y luego miró a Kotuko, muchacho de catorce años, que se hallaba sentado en el banco-cama, y que tallaba un botón en un diente de morsa.

-Para mí -respondió Kotuko, con una mueca-. Algún día lo necesitaré.

Kadlu sonrió a su vez y sus ojos parecían enterrados en las gruesas mejillas, y asintió con un movimiento de cabeza dirigiéndose a Amoraq, en tanto que la feroz madre del cachorro gruñía al ver que el pequeñuelo se agitaba fuera de su alcance en la bolsa de piel de foca que se hallaba colgada sobre la lámpara de grasa de ballena para que estuviera calientita.

Kotuko siguió tallando el marfil. Kadlu arrojó un montón de arreos para perros en un cuarto pequeño abierto en uno de los costados de la choza, se despojó del pesado traje de caza hecho con piel de reno, púsolo en una red de delgadas ballenas entretejidas que colgaba sobre otra lámpara y se echó en el banco-cama para cortar un trozo de carne de foca helada, esperando a que, Amoraq, su mujer, le trajera la comida acostumbrada, compuesta de carne hervida y de sopa de sangre.

Había salido al despuntar el alba en dirección de los agujeros que forman las focas, a dos leguas de distancia, y regresó a su choza con tres de aquellos animales, de gran tamano. A la mitad del largo y bajo pasadizo de nieve, parecido a un túnel, que conducía a la puerta interior de la choza, podían oírse ladridos y rumor de lucha a mordiscos: eran los perros del trineo que, libres ya de su cotidiana labor, se disputaban los lugares calientes.

Cuando los ladridos se tornaron demasiado fuertes, Kotuko se deslizó perezosamente del banco-cama al suelo y cogió un látigo con elástico mango de ballena de medio metro de largo y con más de siete de pesado y retorcido cuero. Se metió entonces en el corredor, en donde pareció, por el ruido, que los perros se lo comerían vivo; pero todo aquello sólo era su manera habitual de darle gracias a Dios por la comida que en seguida recibirían. Cuando llegó arrastrándose hasta el otro extremo, media docena de peludas cabezas seguían todos sus movimientos, mientras él se dirigía a una especie de horca fabricada con quijadas de ballena, en donde se colgaba la carne destinada a los perros; arrancó grandes trozos helados sirviéndose para ello de un arpón de ancha punta, y luego permaneció en pie con el látigo en una mano y la carne en la otra. Llamó a cada animal por su nombre, primero a los más débiles, y pobre del animal que se hubiera movido antes de su turno, porque la deshilachada punta del látigo, restallando como un rayo, le hubiera arrancado una pulgada más o menos de pelo y piel. Cada animal gruñía, mordía su ración, se atragantaba al devorarla y se apresuraba a guarecerse en el pasadizo, en tanto que el muchacho, de pie sobre la nieve e iluminado por la vivísima luz de la aurora boreal, daba a cada quien lo suyo según estricta justicia. El último fue un gran perro negro que dirigía a los demás en el tiro y mantenía el orden entre ellos cuando llevaban los arreos; a éste le dio Kotuko ración doble, que acompañó con un chasquido de látigo.

El libro de las tierras virgenes.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora