"La ebriedad de Milán Laforêt"

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No estaba consiente cuando le sonreí a Mía Stefano, mi mejor amiga desde la infancia, pues el alcohol ya estaba apoderado de mi cuerpo. Las luces de aquel antro famoso en la parte más nueva de París deslumbraban tanto al punto de cegarme pero aún así yo continué bebiendo y bailando como hace años no lo hacía.

Mía me convenció para salir de aquel lugar e ir a una fiesta cerca de la zona donde estaban la mayoría de nuestros amigos. De un momento a otro ya estábamos fuera del antro.

—¡No mierda no!

Mía gritó con irritación cuando vio un flash en nuestra dirección. Me quede estática en mi lugar buscando al fotógrafo y cuando más flashes se hicieron presentes a nuestro alrededor, maldije.

—¡Hijos de puta!— ella gritó.

Los paparazzis empezaron a atacarnos con flashes. Mía y yo atravesábamos la calle sin importar que los autos estuvieran en marcha, teníamos que huir. Deseé tener a mi seguridad cerca cuando llegué al otro lado de la calle y visualicé a más de cinco paparazzis hambrientos de fotografías.

¡Milán Laforet voltea! ¿Y qué pasó con el manicomio? ¡Voltea! ¡Sonríe! ¡Milán aquí!

Ellos gritaban mi nombre sofocándome. Mía había desaparecido de mi lado y yo trataba de cubrirme la cara, pero era inútil, me tenían rodeada.

—¡Malditos estúpidos!

Grité sin medir mis palabras, no estaba consiente, estaba ebria y solamente quería privacidad, solamente me quería divertir. Era mi primera noche con alcohol y amigas por años y a ellos no les importaba en lo más mínimo. Entonces cuando alguien volvió a pisarme por décima vez consecutiva, mi paciencia terminó.

Jalé el cabello de la fotógrafa, soltó un gemido de sorpresa y la empujé, comencé a quitar bruscamente a todos sin tomar importancia de las fotos que tomaban o incluso de las burlas que me hacían.

—¡RAGAZZACCIA!— Cuando escuché aquel viejo apodo en italiano en un grito fuerte y desgarrador, volteé y la encontré arriba de nuestra camioneta con la ventana abajo y su torso fuera para que cuando yo volteara pudiera reconocerla con facilidad.

En menos de un segundo ya tenía a dos guardaespaldas rodeándome y apartándome de aquellos monstruos con cámaras caras. A decir verdad, a pesar de estar haciendo un escándalo a mitad de una calle en Paris con público observando y paparazzis, me sentí aliviada de tener a esta seguridad a mi lado.

Mientras Mía sostenía con alivio mi brazo dentro de la camioneta, yo veía tras la ventana la ciudad pensando en que mañana mi rostro aparecería en todas las portadas de las revistas en las que mi nombre fuera conocido y mi madre no estaría feliz por eso, muchísimo menos porque hace algunas horas estaba finalmente fuera de aquel internado del que me costó salir por tres años.

Me lleva la que me trajo.



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