Capítulo 5.

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Impermeable a la creciente antipatía de Mía, que demostraba con un frígido silencio, Adam la guió por el aeropuerto hasta la zona comercial. Entró directo en una boutique cara y se dirigió hacia los trajes de chaqueta. Arrojó luego en sus brazos uno negro, de la talla más pequeña, y escogió un bolso, un sombrero y un par de guantes negros largos del estante en el que estaban expuestos.

El resto de las exquisitas prendas del estante parecieron deslucidas. Mía se ruborizó hasta la punta del cabello. La dependienta los seguía con atenta e irritada mirada por toda la tienda. Finalmente Mía susurró en voz baja y mortificada:

-¿Qué diablos crees que estás haciendo?

-Comprar -explicó Adam escueto, indiferente a las miradas de los empleados que, bien entrenados, seguían atentos cada uno de sus movimientos.

Adam se dirigió decidido hacia otro perchero y tiró de un vestido azul sacándolo de la percha para arrojárselo a Mía con la misma indiferencia.

Luego le siguió un largo abrigo negro y por último, tras una pausa ante un maniquí con unos pantalones cortos rosas, Adam inclinó la cabeza y dijo, dirigiéndose a la vendedora que se acercaba:

-Esto también nos lo llevamos.

-Me temo que no está a la venta, caballero.

-Entonces quítelo del maniquí -ordenó Adam.

-¡Pero señor Wells! - silbó Mía ruborizada hasta el límite.

La vendedora, cuya insignia proclamaba su rango de encargada, estuvo a punto de hacer otro movimiento, pero al oír el nombre abrió la boca atónita y miró con más amabilidad al alto y moreno cliente.

-¿Es usted el se... señor Wells?

-Sí, soy el propietario de esta cadena de tiendas -confirmó Adam con una mirada de desaprobación.
-Dime, ¿es habitual que los empleados estén de pie, sin hacer nada, charlando y mirando a los clientes que los necesitan? ¿Y desde cuándo es más importante un maniquí que una venta?

-Tiene usted mucha razón, señor Wells. Por favor, permítame que lo atienda.

-Esta señorita necesita ropa interior. Escoja usted algo -ordenó Adam dejando que su atención recayera entonces en el estante de los zapatos y arrastrando a Mía hacia ellos
-¿Qué número usas?

-Creo que nunca en la vida me he sentido tan violenta -comentó Mía temblando-. ¿Es así como te comportas en público normalmente?

-¿Pero qué te pasa? -exigió saber él-. No hay tiempo que perder, escoge unos zapatos.

La encargada estaba al fondo luchando por quitarle los pantalones cortos al maniquí. De pronto Mía, con un movimiento repentino, le arrojó la ropa que llevaba en brazos a Adam.

-¿Por qué no te vas al mostrador y me esperas allí?

-Me quedaré aquí para despachar ciertos asuntos que...

-¡No vas a quedarte aquí mientras yo elijo prendas de lencería! -exclamó Mía como una olla a presión a punto de estallar, con ojos verdes airados y tan brillantes como una joya
-. ¡Además, no necesito tantas cosas!

-Te pago para que hagas lo que se te dice... - alegó él con ojos negros intensos.

- ¡Pues si voy a soportarte necesito al menos un poco de espacio!

La brillante mirada de Adam resplandeció literalmente hablando. Un rubor oscuro acentuó los esculturales pómulos. Nunca nadie le había hablado en ese tono, y la incredulidad emanaba de él por oleadas.

-¡Basta, deja ya de ejercer presión en todas partes! -continuó mía.

-Pero...

-Desde que hemos entrado aquí te has comportado de un modo atroz -lo condenó Mía sin piedad -. Vete al mostrador de embarque y cállate ya. Y procura no aterrorizar a nadie más.

Mía le dio la espalda, imperturbable ante la ira que él trataba por todos los medios de refrenar, y eligió unas sandalias de tacón alto negras. Se las probó. Le sentaban bien. Se las pasó a Adam sin mirarlo siquiera y se reunió con la encargada en la zona de lencería, donde eligió un camisón y algunos conjuntos de ropa interior. Discutir en público no servía más que para mortificarla. Accedería a comprar la ropa y luego la dejaría abandonada en cuanto perdiera de vista a aquel horrible hombre. La idea de tener que pasar treinta y seis horas con él la enfurecía. Adam le devolvió el vestido azul y los zapatos.

-Póntelo -ordenó con una insolencia estudiada. Mía entró en el probador.

Aquel hombre no tenía modales. Debía de encantarle discutir, no tenía pelos en la lengua y además era un desinhibido. Y en cuanto a su forma de reaccionar cuando alguien lo trataba con la misma medicina... ardía en llamas y estallaba como un cohete. Para cuando Mía salió del probador toda la plantilla de empleados estaba atareada envolviéndoles la mercancía.

Mía nunca se había alegrado tanto en su vida de abandonar una tienda.

-Supongo que ahora querrás entrar en ésa de ahí - comentó Adam con una expresión de condena mal disimulada, haciendo un gesto hacia una perfumería.

-No, me las arreglaré. Los hombres primitivos se lavaban los dientes con un palito, ya encontraré alguno por ahí.

Adam se quedó mirándola atónito. Y después sorprendió terriblemente a Mía. Echó la cabeza atrás y rió con espontaneidad, realmente divertido. Mía lo miró con el pulso acelerado. Su blanca dentadura contrastaba con la piel aceitunada, y sus ojos negros brillaban. El humor había borrado todo rastro de tensión de su rostro, y Mía desorientada, fue capaz por fin de apreciar lo atractivo que era.m

-No me gusta ir de compras -le confió él en secreto, con voz ronca, como si ella aún no se hubiera dado cuenta-. Por lo general otras personas compran por mí.

Mía se sintió de pronto incómodamente excitada, de modo que bajó la vista al suelo. Sin embargo en su mente seguía viendo la imagen de aquel devastador rostro oscuro y mediterráneo. Y la conciencia de ello, la mera idea, la inquietó. Adam Wells no estaba haciendo el menor esfuerzo por impresionarla, y sin embargo ella era plenamente consciente de su apabullante atractivo y sexualidad masculina. No le gustaba esa sensación, le molestaba sentirse tensa e incómoda en presencia de él.


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