Capítulo 10

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Últimamente sufría de pesadillas. Desde niño, aquel mal siempre le había acompañado. Cada vez que cerraba los ojos su mente le mostraba imágenes, sonidos y lugares terribles de los que tan solo despertando podía escapar. Aquello había provocado que jamás hubiese llegado a disfrutar de un sueño totalmente reponedor. Cada amanecer despertaba alterado, con el cuerpo descansado, pero la mente agotada.

Aquello había sido un problema para él. A pesar de no haberlo confesado nunca públicamente, pues era consciente de que no era algo normal, de vez en cuando había intentado informarse al respecto. El joven había investigado, leído libros al respecto y, por supuesto, preguntado a los adultos y los médicos. Por desgracia, jamás había logrado encontrar una respuesta que le satisficiera lo más mínimo. Las pesadillas, le decían algunos, no dejaban de ser eso, simples pesadillas, por lo que no tenía que darles mayor importancia. Le decían que para combatirlas debía hacer mucho deporte y así caer rendido en la cama y se libraría de ellas. Otros, en cambio, decía que con el tiempo se acostumbraría a ellas: que aprendería a combatirlas e, incluso, a disfrutarlas. Que le harían más fuerte.

Lamentablemente, todos se equivocaban. Las pesadillas le habían acompañado a lo largo de todos aquellos años y, por mucho que lo había intentado, jamás había logrado vencerlas...

Hasta entonces.

Las pesadillas no habían cambiado, seguían allí, aguardándole noche tras noche, a la espera de que cerrase los ojos. Su subconsciente parecía ser un sanguinario ente sediento de venganza. No obstante, su punto de vista respecto a ellas había cambiado. Él ya no era el niño aterrorizado al que lograban asustar y herir los monstruos; no tenía miedo ni a la oscuridad ni al silencio. Al contrario. Ahora él era el monstruo que asustaba y que se alimentaba del miedo de sus víctimas. Él era el dueño de los ojos que le observaban en la oscuridad; era todo aquello que siempre había temido, el causante de todos sus miedos, y le gustaba.

Elspeth estaba encantado de poder controlar al fin la situación; de ser el único dueño de su propio ser... de poder disfrutar de aquel placer que desde niño le había sido arrebatado. Se sentía más poderoso que nunca, y necesitaba que todos lo supiesen. Necesitaba poder expresarlo abiertamente, compartirlo, pero no tenía con quién. Y es que, aunque el Capitán y los Ocho Pasajeros se hubiesen convertido en sus únicos aliados en los últimos tiempos, seguía sin poder confiar plenamente en ellos. De hecho, sentía una extraña mezcla de emociones por aquellos hombres. Por un lado, Elspeth sabía que formaba parte de su inquietante alianza: Larkin era uno de ellos y como tal lo trataban. Así pues, lo lógico era que confiase en ellos; que los tratase como a miembros de su propia familia. Y lo intentaba, pero había algo que le impedía hacerlo. Y es que, aunque Elspeth fuese uno de ellos, había algo en su interior que le impedía creerlo. Algo que cada vez ocupaba menos espacio en su mente, pero que, muy a su pesar, ahí seguía, susurrándole al oído.

Era como si, en cierto modo, estuviese dividido mentalmente... y eso no era bueno. Rosseau le había advertido al respecto, le había asegurado que tenía una solución para ello, al igual que la había tenido para las pesadillas, y que debía acudir de inmediato a él en caso de sentir aquella mezcla de emociones. No obstante, Elspeth no lo había hecho, y dudaba que fuese a hacerlo. Ahora que estaba en su planeta, el heredero tenía que demostrar todo su potencial; tenía que enseñar al mundo entero quien era, y para ello era necesario que lo hiciese en solitario.

Claro que con aquella maldita voz susurrándole al oído continuamente iba a ser complicado...



Despertó un día frío, como prácticamente todos en Sighrith. La noche había sido larga, sobre todo porque durante las primeras horas no había logrado conciliar el sueño, pero alcanzadas las tres de la mañana los recuerdos de Ana llegaban a su fin por lo que imaginaba que se había quedado dormida. A pesar de ello, se levantó totalmente recompuesta y con sorprendente buen humor. Después de todas aquellas jornadas de frío y hambre, la mujer se sentía en plena forma, y no podía ocultarlo. Así pues, más sonriente de lo habitual, se dio una larga ducha de agua caliente y acudió al salón de la noche anterior donde, preparada con exquisito cuidado, aguardaba una bandeja con el desayuno servido.

Dama de Invierno - 1era parteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora