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Ya con unas cuantas semanas de trabajo, a Christopher le habían dado definitivamente el empleo en el Millenial Café. Se sentía orgulloso de su esfuerzo y de los frutos que rindió, obviamente, una buena paga a final de quincena.

Esa mañana de su día libre aprovechó para ir al mercado por suministros. Necesitaba hacer la cena o quien sabe que desastre pasaría en su departamento si no había comida en la mesa para la noche.

Mientras revisaba algunos puestos del comercio, cerca de la calle alguien estacionaba su ruidoso auto deportivo del 69. No pudo evitar girarse al igual que varias personas para ver a aquel sujeto que se desmontaba.

En ese momento quería que una enorme ave lo tomara entre sus garras y se lo comiera, si al menos eso fuera posible.

¿Por qué, de todas las personas, tenía que ser el “Señor Pretencioso” otra vez?

Como vio que se dirigía en la misma dirección en la que estaba, se metió detrás de un kiosko para no ser visto. Ese chico se había pasado la última semana pasándose por la cafetería durante sus turnos sólo para molestarlo. Se sintió totalmente acosado y no era lo suficientemente valiente como para quejarse con su jefe por tal cosa.

Suspiró creyendo estar a salvo allí detrás, pero cuando intentó avanzar por el lado contrario del kiosko, chocó de frente con él, dejando caer la bolsa plástica que llevaba en sus manos.

El moreno intentó aprovecharse de la situación, Christopher se dio la vuelta viendo sus intenciones, le valía dejar las compras tiradas en ese pequeño callejón.

Fue tarde para cuando reaccionó. Otra vez, como en aquella ocasión detrás del café, lo tenía presionado contra una pared, tomando de forma brusca sus muñecas y poniéndolas a cada lado de su cuerpo.

— Suéltame, joder— intentó safarce de su agarre.

— Tienes una lengua muy ligera— susurró con una sonrisa socarrona en los labios—. Me gustaría probar algo contigo.

— ¡Déjame en paz, mald-!

Se sobresaltó al sentir sus labios sobre su cuello y su mano deslizarse por debajo de su camiseta, por segundos se sintió asqueado por la sensación húmeda de su lengua sobre su piel; lo de la mano del moreno apretando su trasero fue todo lo contrario, lo hizo enfurecer.

Intentó apartarlo con la mano que tenía libre, pero lo único que logró fue que lo sujetara para elevarlo hasta cargarlo a la altura de su cintura y que no pudiera escapar.

Christopher no podría bajarse, se sentía incómodo por la posición comprometedora donde tenían roces en zonas que no quería mencionar.

— Déjame... Bájame— lloriqueó para que lo dejara ir.

No quería llamar la atención de nadie, ya se sentía lo suficientemente humillado como para atraer más ojos sobre él.

Los labios del moreno se deslizaran más hacia el Sur, justo sobre su clavícula.

— ¡Ouch!— exclamó cuando sintió la mordida.

Sólo cuando apretó entre sus puños la chaqueta del moreno se dio cuenta que tenía las manos libres, pero, ¿de qué le iba a servir ahora intentar escapar? Él había obtenido lo que quería.

Sintió como lo bajaba lentamente, sus pies tocaron el suelo, pero no se atrevió a mirarle, no a él, que ahora con una mirada seria buscaba algo en la expresión vacía de Christopher.

El moreno se marchó, dejándolo allí. Se deslizó lentamente por la pared hasta llegar al suelo. Llevó su mano hacia el lugar donde lo había mordido, sintiendo un cosquilleo molesto que recorría toda esa zona.

Su vista comenzó a nublarse por las lágrimas que ahora recorrían sus mejillas, su mente se llenó de recuerdos que creyó haber enterrado hace años junto con varios y oscuros sentimientos, cosas que a nadie debían pasarle.

— ¿Niño?— reaccionó cuando una señora mayor se le acercó—. ¿Te encuentras bien?

La observó por unos segundos, ella se dio cuenta de que lloraba y con cuidado se le acercó, entregándole un pañuelo. Ella notó esas marcas en la piel de su cuello, pero no preguntó nada sobre aquello:

— ¿Necesitas ayuda?— le acercó la bolsa de compras que había tirado antes.

— E-estoy bien— contestó secando sus lágrimas—. N-no se preocupe. Gracias.

Se levantó rápido tomando la bolsa de compras y salió de aquel callejón dejando atrás a la señora.

Al demonio con las compras y la cena de esa noche. Sólo quería volver a casa y encerrarse en su cuarto por el resto del día.

•  •  •

— ¿Christopher?— abrieron la puerta de su habitación.

El azabache se encontraba debajo de las cobijas, ambos chicos en la puerta no estaban seguros de que si estaba respirando por lo que uno de ellos tomó una de las esquinas y la estiró de tal forma que Christopher cayó al suelo:

— Zabdiel eres un tonto— masculló volviendo a subir a la cama.

— ¿Por qué tienes ese cuello de tortuga?— preguntó el de ojos verdes sentándose a orillas de la cama.

— Tengo frío, ¿ya?— le respondió de mal humor—. ¿Pueden salir de mi habitación? Estoy cansado— susurró volviendo a cubrirse con la cobija.

Zabdiel y Erick se miraron y luego voltearon hacia su amigo. Erick hizo que se sentara en la cama con la intención de que contara lo que estaba pasando:

— Amigo, tienes los ojos rojos— dijo Zabdiel.

— Y tienes un bote de dos litros de helado de vainilla vacío en el suelo— secundó el ojiverde—. ¿Qué te pasó como para que te deprimieras de esta forma? Tú no eres así.

El azabache observó a sus amigos, lo pensó y con cuidado se quitó el abrigo que llevaba. Les dejó ver las marcas que tenía en su cuello y clavícula. La tensión en el ambiente se elevó, pudo ver las expresiones enojadas de ambos chicos en frente de él:

— ¿Fue ese bastardo?— masculló Zabdiel.

— ¡Fue él! ¿Verdad?— exclamó Erick.

— No, no fue él.

Se referían a su padrastro.

Hace varios años, la madre de Christopher decidió casarse por segunda vez luego de la muerte repentina de su padre. Nadie pudo decirles que el hombre al cual dejaron entrar a sus vidas resultaría ser un exconvicto drogadicto y pederasta. Por meses, fueron víctimas de abuso, en especial Christopher.

Para cuando decidieron denunciarlo, los buscó a ambos y la madre de Christopher terminó en un hospital luego de ser atropellada. Ese monstruo fue capturado por la Policía, sin embargo, por los rumores de su presunto escape no dejaron de vivir con miedo.

Su madre decidió dejarlo con la familia de Zabdiel, que con gusto lo aceptaron. Pudo vivir tranquila durante cierto tiempo, sabiendo que su hijo estaría a salvo.

Ahora que había intentado entablar una vida tranquila no podía permitirse volver a caer en ese sentimiento de angustia.

— Entonces dinos quién fue.

— Le iré a dar una buena paliza— sugirió Zabdiel.

— Ya no importa— apretó su puño—. Podré lidiar con esa persona— intentó sonreírles—, estaré bien.

Ambos chicos se lanzaron sobre el menor, dándole un enorme abrazo. Se habían comportado como sus padres durante los tres años que llevaban viviendo juntos en ese departamento.

Él tenía que continuar sobrellevando las cosas como hasta ahora, apartando todo lo negativo. Debía enfrentarse con ese tipo o no dejaría de acosarlo.

En ese momento se dio cuenta de que ni siquiera sabía su nombre.

Sacrifice |Ristopher|Donde viven las historias. Descúbrelo ahora