Hay cosas que...

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Una de cal y otra de arena, dicen por ahí. Nathaniel por su parte podía dar testimonio de ello. El día anterior se había alegrado por la nota que el pelirrojo obtuvo así que cuando este lo invitó a comer un helado no pudo negarse, tampoco pudo hacerlo a quedarse a hablar con él. No se fue cuando el sol cual niño tímido comenzo a esconderse, ni cuando las luces de los faroles de la calle comenzaron a encenderse. No, él no se fue, se quedo allí escuchando a Castiel jactarse de haberle ganado a la profesora, viéndolo sonreir alegre. No se fue aunque sabía que tendría problemas por ello al volver a casa.

Su padre cumplió cada una de sus fatídicas predicciones. Una vez cruzó el rubio la puerta de su hogar, allí estaba el hombre con la mirada de decepción y las palabras hirientes que usaba para darle la bienvenida. Los golpes no tardaron en llegar, nunca lo hacían y a diferencia de la primera vez al delegado no le sorprendió, ni intentó defendense, ya sabía que aquello solo empeoraria la situación.

Cuando el hombre mayor finalmente terminó de descargar su furia con él, le envío a su habitación. Una vez allí el rubio se permitió llorar en silencio como siempre hacía, deseando en lo más profundo de sí que alguien llegará a consolarlo, a salvarlo de aquella pesadilla.

Pero aquella noche, al igual que muchas otras nadie llegó y el único consuelo que obtuvo fue la luz del amanecer anunciando otro día de colegio.

Le gustaba ir a clases, mientras lo hacía podía estar con sus amigos y sobre todo con Castiel. Desde que habían arreglado las cosas luego del desastre de la montaña rusa, su amistad con el pelirrojo resurgió. Claro esta que ya no era lo mismo que antes, era consciente de que las relaciones son como un jarrón roto que por más que se pegué no vuelve a ser el mismo. Pero ese calor en su pecho cuando veía sonreír a Castiel aún seguía apareciendo como cuando eran niños, eso y el insaciable deseo de ser él el causante de esa sonrisa.

— Supongo que hay cosas que nunca cambian— susurró mientras sacaba unos cuantos libros de su armario.

— Eso es cierto— respondió una voz tan cerca suyo que lo hizo pegar un chillido asustado.

Castiel, quien era el culpable de prácticamente darle un infarto le miraba con una sonrisa felina, cosa curiosa porque él era un chico de perros.

— ¿Asustado rubio?— se burló el ojigris con presunción.

— Claro que sí, esa fea carota tuya asusta a cualquiera— respondió este sonriendo vengativo.

— Bah, ambos sabemos que la amas— soltó el pelirrojo haciendo que Nathaniel enrojeciera.

— En tus sueños Clifford— se defendió este de la acusación aunque su cara no le ayudará.

— Ves, ciertamente hay cosas que nunca cambian, sigues siendo un chico malvado solo que ahora te disfrazas de corderito— comentó el pelirrojo mientras se cruzaba de brazos y se apoyaba en los casilleros contiguos para observar al rubio ordenar sus libros.

— Falacias, siempre he sido un niño tierno e inocente.

— Hiciste dibujos obscenos en el libro del maestro de matemáticas.

— Fue un intento de arte renacentista.

— Liberaste a la mascota del salón.

— El Señor Botones merecía ser libre.

— Incendiaste el pupitre de la profesora de ciencias.

— Eso fue un accidente.

— ¿Enserio? Porque a mi me pareció una venganza por no dejar que hicieramos juntos la tarea— acusó el guitarrista elevando una ceja sarcasticamente.

Nathaniel enrojecio aún más ante el hecho y con el lomo del libro que en ese momento tenía en la mano golpeó la cabeza del otro suavemente.

— ¡Ay! Ves, sigues siendo una pequeña cosita malvada— se quejó el pelirrojo masajeando el área afectada.

— Tal vez pero nadie lo sabe así que calla esa bocota— susurró el rubio acercándose a centímetros de su rostro, por un momento pensó en romper la pequeña distancia y finalmente besar al pelirrojo como había querido por tantos años pero se contuvo.

— ¿Y qué gano yo con eso?— indago desafiante el ojigris.

— Que no te petee el trasero.

— Inténtalo.

Nathaniel decidió que mandaría todo al diablo y besaría al idiota. Pero, justo en ese momento un extraño ruido se oyó aproximarse.

— ATRAPENLO— gritó Sucrette mientras corría tras el querido perro de la directora que se alejaba a velocidad descomunal.

— No de nuevo— se quejó Castiel comenzando a correr tras la chica y el perro que pasaron frente a ellos.

El delegado por su parte solo se quedo allí, le dolía mucho el cuerpo por la paliza de la noche anterior para correr y honestamente odiaba al perro. Así que suspiró y regreso a organizar su casillero.

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El Delegado Y El GuitarristaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora