13 de julio. Mediodía.

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13 de julio. Mediodía. Me están sucediendo cosas muy extrañas y este diario es lo único que se me ocurre para contarlo todo.

La pasada noche empecé a trabajar en un nuevo proyecto: un relato corto ambientado en una época pasada. Debido a que necesita ciertos datos, me había sentado en mi escritorio con el portátil enfrente del papel para recabar información.

Después de un rato anotando todo lo referente al territorio donde situaría la historia y leer las leyendas locales, comencé el relato.

El borrador avanzaba lento. Las ideas venían flojas, los adjetivos no eran precisos y las descripciones no estaban saliendo como esperaba. Con el ceño fruncido, presionaba con fuerza la mina sobre el papel intentando exprimir la narración y devanándome los sesos para conseguir un buen comienzo.

En medio de esa batalla contra el folio, me pareció escuchar algo en otra habitación. Aparté la vista de la mesa y miré hacia la puerta del estudio, que estaba totalmente abierta. Desde mi asiento podía ver el pasillo; que se extendía hasta llegar al salón principal, donde había escuchado el ruido. No fue más que un sonido repentino que me sobresaltó por unos instantes. No hice mucho caso y devolví la mirada a la hoja.

Estoy acostumbrado a escuchar esos ruidos. Vivo en el casco antiguo de mi ciudad y mi casa es vieja; puertas de madera y ventanas de cristales finos, cerrojos que chirrían por más que los aceito. Los ruidos nocturnos, en el silencio de las noches, son algo muy habitual en mi hogar.

Pasaron varios minutos hasta que desistí del párrafo. Cogí la cajeta de tabaco y encendí un cigarrillo mientras me echaba hacia atrás para estirar la espalda. La silla cedió provocando que la madera crujiera y sonara.

Fumé allí sentado, mirando al papel. Llevaba medio cigarro cuando escuché de nuevo otro ruido. Este, sin duda alguna, venía del salón. Miré de nuevo a través del pasillo, pero no vi nada. Tan solo la mesa central, rodeada de cuatro sillas de madera oscura, acolchadas con cojines verdes. También veía una de las dos ventanas del salón, una gran librería me tapaba la otra.

Esta vez el ruido había sido mucho más grave, y no había sido un golpe sin más. Escuché un sonido profundo seguido de un tintineo, como un montón de agujas arrastrándose por el suelo. Me quedé quieto para no hacer ruido, pero no vi ni escuché nada. Nada se movió, ni siquiera una sombra, ni una ráfaga de aire. Nada.

La luz del flexo iluminaba el pasillo hasta el final. Esta se degradaba en un amarillo intenso, pasando por naranja oscuro hasta apagarse en la oscuridad del salón. Surgió una inquietud en mí, mayor a la del anterior golpe, que impidieron que pudiera apartar la mirada del corredor, por si pasaba algo mientras no observaba.

Había empezado a llover.

Por instante se me pasó por la cabeza ir a comprobar si algo se había caído, o si la ventana que me tapaba la librería estaba abierta y se golpeaba contra la pared, haciendo sonar los cristales. No lo hice. Normalmente no me dan miedo estás cosas; es la típica escena del ruido en la habitación de al lado y del protagonista que se acerca a mirar que ha pasado. Esto lo hacía casi todas las noches de lluvia para cerrar bien los balcones y ventanas por si entraba agua. Pero esta vez, un miedo irracional inundó cada centímetro de mi cuerpo y me dejó paralizado ante la situación.

Al cabo de un rato intenté relajarme. Eran casi las 3 de la mañana y me dolía el cuello por la postura en la que permanecía horas mientras escribía. Me llevé una mano a la nuca para masajearla, miré hacia abajo y cerré los ojos... En cuanto mi atención dejó de estar alerta hacia el pasillo, escuché un último ruido, este ya mucho más cercano. Era un golpe semejante al anterior, que retumbó en un eco profundo al que siguió el sonido titilante arrastrándose por el suelo.

El miedo agarrotó cada uno de mis músculos. Empecé a sudar y un calor horroroso subió por toda mi espalda hasta llegar a mis hombros, descendió por los brazos, erizando todos mis pelos a su paso. De nuevo alcé la mirada hacia el pasillo... al instante me arrepentí de mirar...

La sonrisa de alivio que me había calmado al estirar el cuello, se desvaneció tan rápido como el humo del cigarro que aún se consumía en el cenicero.

Al final del pasillo, a unos 5 metros, se erguía una figura humanoide, con un negro vestido deshilachado. Parecía un cuerpo femenino ya que su melena era larga y abundante. Tenía los pies desnudos y permanecía inmóvil con las rodillas dobladas hacia dentro.

Mi cuerpo se paralizó y mis músculos dejaron de responder, solo temblaban de miedo. Quise gritar, pero no pude. La voz se ahogó en mi garganta al abrir la boca para chillar.

En el pasillo, la figura desplazó lentamente su mano hasta chocar lo pared mientras deslizaba el pie izquierdo unos centímetros por el suelo. Venía hacia mí. Colocó la otra mano y adelantó el pie. Se desplazaba de una manera torpe y errática. Otro paso. Mis pulsaciones iban a un ritmo estrepitoso, sentía el corazón en la garganta, golpeándome de manera nerviosa. Otro paso. Un escalofrío recorrió mi espina dorsal provocándome un espasmo. Con un último paso se colocó frente al umbral de la puerta. Dejó caer sus manos, estirando los brazos y encorvando la espalda. Se quedó plantada en el umbral de la puerta y, pese a que sus cabellos le tapaban el rostro, sé que me miraba.

Tan solo dos pasos más y la tendría delante. Yo permanecía sentado sin mover ni un solo musculo, con los ojos abiertos como platos y respirando costosamente. De pronto se acercó a mí tan rápido que ni me di cuenta, ya no caminaba, se deslizaba. En un acto involuntario crucé mis manos delante de la cara y me agarró la muñeca.

Sentí frío... mucho frío. Poco a poco el frío fue convirtiéndose en dolor y abrí los ojos.

Estaba tirado en el suelo. Era de día. De un salto me puse de pie y grité. Miré en todas las direcciones, la luz del sol entraba por la ventana iluminando toda la habitación. Los balcones del salón también dejaban pasar la claridad e iluminaban el resto de la casa.

Sin pensar en nada me levanté y me dirigí al salón. Crucé el pasillo descalzo y lo noté húmedo. Llegué y efectivamente la ventana estaba abierta. Pensé que todo lo que había vivido había sido una pesadilla, que estaba soñando y al oír golpearse las ventanas, mi sueño convirtió ese ruido en una terrible pesadilla. Pero cuando intenté cerrar la ventana no pude. Alcé el brazo y al mover la mano un dolor punzante descendió desde mi muñeca hasta la punta de los dedos. Tenía todo el antebrazo y parte de la mano teñidos de un morado intenso que formaba surcos irregulares. La examiné de cerca, palpando los bultos. La tenía rota.

Cerré la ventana con la otra mano y volví al estudio. Encima del escritorio aún se encontraban las primeras hojas del relato; algo raro, ya que suelo guardar todo cuando acabo de trabajar. Al acercarme lo que vi me dejó de piedra: debajo de los dos últimos párrafos, escrito con el mismo lápiz, había una frase en una caligrafía espantosa "GRACIAS POR DEJARME ENTRAR". Intenté borrarlo y no pude. Arrugué la hoja y la quemé.

Ahora ha vuelto a aparecer en mi mesa, por eso he decido relatarlo todo.


Diario hallado en un estudioDonde viven las historias. Descúbrelo ahora