MI ABUELO NONAGENARIO

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Domingo Arturo Canales Villarroel

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Siete años habían transcurrido desde aquel inolvidable día en que, reunida la familia en pleno, celebrabamos los noventa años de edad de nuestro abuelo materno. En honor a su nonagenaria existencia decidimos llamarle "abuelo Nona". Era pues, el orgullo de la familia. Un ejemplo de fortaleza humana; con una claridad mental sorprendente y poseedor de una extraordinaria capacidad de reflexión, envidiable para su edad. Fue un hombre alto; sin embargo, se había achicado unos ocho centímetros. Su contextura gruesa y su cabeza casi calva parecían imponer respeto sólo por presencia. Le gustaba vestir bien cuando joven, y jamás salía sin su sombrero de fieltro en invierno y otoño, como tampoco sin su sombrero de pita tejida, en primavera y verano. Los años seguían pasando y el abuelo pareciera ignorar los efectos. Caminaba, eso sí, con ayuda de un bastón que él mismo se hizo con una firme rama de sauce que tenía la forma precisa en el ángulo de agarre.

... La locomotora del tiempo, corriendo veloz por los rieles de la vida arrastraba muchísimos años, pasando por infinidad de estaciones, cada vez más cerca una de otra, como si el tiempo y la distancia se acortasen irremediablemente. En la estación Noventa y Siete, lanzó un poderoso y estridente pitazo. Era la edad que ya estaba cumpliendo el abuelo Nona. Allí estaba él; esta vez solo, acompañado quizá por un invisible enjambre de mil recuerdos. Yo, hubiese querido estar junto a él en esa estación de su vida, mas no logré llegar a tiempo. No obstante, al día siguiente, muy temprano, estuve a su lado, entregándole un pequeño regalo..., una reluciente lupa de cristal, casi del tamaño de la palma de una de sus manos, que al verla a través de la lente de aumento mostraba infinidad de grietas y relieves donde resultaba imposible no ver en ella los altibajos del pasado y las huellas casi centenarias de mil historias sin contar.

___ ¡¿Una lupa...?! Pero... ___ Exclamó sorprendido mi abuelo, guardando un largo silencio y observándola extasiado.

Su mayor entretención era leer los diarios, sin importarle la fecha de edición. Jamás lo escuché decir "este diario es viejo". Los leía y releía una y otra vez, incansablemente, aunque su visión estaba muy disminuida. Usaba unos lentes ópticos con un grueso marco de carey; sin embargo, para agrandar aún más las letras pequeñas, utilizaba (desde no sé cuando) una vieja lupa cuyo acrílico lenticular estaba rayado y opaco, aportando una pobre transparencia que hacía ver borrosas las imágenes y las palabras que él pretendía escudriñar. Peor aún cuando su mano derecha comenzaba a temblar. No obstante, la lectura se había convertido en su hábito predilecto cuando se sentaba en un banquillo confeccionado por él mismo con una rústica madera de pino y que había instalado a la semi sombra de un viejo cobertizo. De manera que, cuando recibió mi obsequio y pudo observar con mucha nitidez cada centímetro de las páginas centrales del "diario de turno", tomó mis manos y en ellas afirmó su casi centenaria frente y luego su rostro. Sentí entonces que gruesas gotas se escurrían por mis dedos. Levantó su cabeza con infinita calma; y una angustia no menos infinita estremeció mi ser al ver, en la rugosidad de sus mejillas, reflejarse espectrante la luz de un sol matutino, a la vez que su ronca voz, trémula ya, repetía sin cesar: "Gracias, hijo..., muchas gracias. Que Dios te bendiga."

Me costó disimular la emoción que por instantes ahogaba mi garganta. El abuelo Nona, estaba rebosante de gratitud. Me alejé poco a poco, dejándolo extasiado con su nuevo "juguete" óptico, diario en mano y sentado allí..., en su artesanal banquillo tan estratégicamente ubicado, donde la luz y la sombra mantenían un perfecto equilibrio.

De una viga saliente, un clavo chueco y oxidado servía de sostén a una pequeña jaula en cuyo interior dos bulliciosos canarios trinaban y jugueteaban, deseando quizá..., conjugar el verbo volar.

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