Siempre hay algo que contar. Y siempre queda algún apunte guardado sin terminar, que al releerlo dan ganas de completar. Eso haré, y seleccionaré mis mejores narraciones que..., en su momento se habían quedado durmiendo entre decenas de carpetas o...
Nadie, nadie está libre de sufrir lo insufrible. ¿Cuántas veces has visto un vagabundo recorriendo alguna calle sin rumbo conocido? ¿Cuántas veces te has encontrado con alguna persona en situación de calle, sobreviviendo en miserables condiciones? ¿Cuántas? ¡Muchas! Y, ¿cuántas veces te has preguntado quién es esa persona y por qué está en esa situación? ¿Cómo era años antes? Pues, esta historia les llevará a reflexionar al respecto, y repito: Nadie está libre de sufrir lo insufrible. Dicho esto, vayamos a los hechos:
La gente lo miraba al pasar; algunos con lástima, otros con indiferencia y, unos pocos, hasta con asco. El hombre vestido muy pobremente; sucio, con el cabello muy largo y desgreñado, luciendo una frondosa barba completamente descuidada, caminaba cojeando junto a un perro negro, de raza indefinida, por una de las tantas calles de la gran capital, Santiago de Chile. La verdad es que no era un vagabundo, pero vagaba. No era, por su apariencia, un ermitaño; pues no tenía una ermita que cuidar. Era simplemente... un "URBITAÑO"; extraña mezcla de las dos anteriores, desplazándose en una urbe con millones de personas preocupadas de sus propios asuntos. Y, sin lugar a dudas, urbitaños como él había muchos. Su nombre, José Ignacio San Martín. Si alguna vez lo tuvo todo; en cosa de meses quedó, literalmente, en la calle. Pero a él ya nada le importaba. Vivía entre espacios vacíos, formados por muros colindante; en lugares deshabitados; subterráneos o estacionamientos en desuso; bajo los puentes y en donde pudiese pasar la noche o refugiarse del frío. No pedía dinero; no era un limosnero. Era un hombre de la calle, mas no un callejero. Era..., un URBITAÑO.
Era extraño, muy extraño, y, al parecer, un hombre con una increíble formación académica, muy educado. Hablaba con su perro negro, al que llamaba "Compañerito". Le hablaba de la vida y de la muerte; le hablaba de la sociedad contingente y le hablaba de la indiferencia de los seres humanos con sus semejantes, cuando éstos ya no les eran útiles o estaban caídos. Una indiferencia dolorosa que ya poco le importaba; no obstante, sentía la necesidad de hablar con alguien. Su perro, su perro lo escuchaba atentamente, muy atentamente, mirándolo a los ojos, como si comprendiera cada palabra del hombre.
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Seguían pasando los días, las semanas y los meses. Ahora sus errantes pasos estaban sobre la comuna de Providencia, recorriendo cada lugar y cada rincón que le sirviera de refugio de paso. Por las noches se acercaba a los receptáculos que sacaban desde los locales de comida antes que fuesen vaciados a los camiones recolectores de basura. Siempre había algo dentro de ellos que, tanto el hombre, como su perro, sacaban con mucho cuidado; nunca algo en mal estado, nunca algún alimento en descomposición. Todo era del mismo día, pero... siempre había que esperar la noche. El tiempo pasaba.
Nuevas calles, nuevas veredas, nuevos locales de comida, nuevos receptáculos de basura, nuevas comidas y nuevos refugios de paso. Y, aunque la buena salud le favorecía a José Ignacio, se veía cada vez más deteriorado y envejecido (tenía unos 55 años, o menos, pero representaba unos 70). Su ropa muy raída y sucia. Compañerito, su perro, seguía igual, aunque con una oreja dañada producto de una violenta pelea entre varios perros, cerca de uno de los receptáculos con desechos de comida. Basura, le llaman los que no han vivido tal experiencia. José Ignacio, recordaba una frase leída hace mucho tiempo atrás, quizá en qué libro, y que decía: "lo que para los ricos es basura, para los pobres es un preciado tesoro". Y era cierto; muy cierto, más aún tratándose de comida.