EXPERIENCIA MACABRA

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Domingo Arturo Canales Villarroel

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De esto, ya hace muchos años. Yo tenía casi treinta. Trabajaba en una empresa minera y, además, motivado por una vocación de servicio me hice voluntario de Cuerpo de Bomberos de la pequeña localidad que albergaba a los mineros y a sus familias. Eran solamente dos compañías de bomberos. La Segunda, recién se había formado, por cuanto fui parte de los miembros fundadores. El cuartel estaba a unas cuatro cuadras de distancia de la casa en que vivía. Sin importar la hora, si la sirena hacía un llamado, salía corriendo hacia el cuartel mientras el ronco sonido continuaba ululando. Alcanzaba a subirme al carro junto a tres o cuatro voluntarios y, el conductor nos llevaba rápidamente al lugar de la emergencia, haciendo sonar la aguda sirena del vehículo y con las balizas encendidas para solicitar vía libre. Y así continúe casi por diez años, hasta que, por reiteradas peticiones familiares, luego de dos leves accidentes personales en actos de servicio, debí renunciar contra mi voluntad. Aprendí muchas cosas relacionadas con las emergencias. Vi, también, lo que muchos no pueden ver en el sitio del suceso. De todo lo vivido en esos casi diez años, un hecho extremadamente fuerte, macabro diría yo, subrayó nuestra bitácora experiencial. Hoy, he decidido incluirla en esta narrativa selecta de Cuentos Reflexivos, advirtiendo que, por la cruda descripción de los hechos, si usted es muy sensible no continúe leyendo por favor. Dicho esto, vamos al relato mismo:

(Y deja que tu imaginación vuele muy alto, batiendo con fuerza las alas del dramatismo).

Faltaba, aún,  algunos minutos para el medio día; yo estaba en casa, ya que mi turno laboral comenzaba a las tres de la tarde. De pronto sonó la alarma de incendio; me coloque mi chaqueta de cuero y mi casco reglamentario; corrí hacia el cuartel, como siempre lo hacía. El único carro que teníamos ya había salido con prontitud al lugar del llamado. No alcancé, esta vez, abordarlo. Los voluntarios que quedamos en tierra hicimos detener una camioneta de la empresa minera y ésta nos llevó al lugar siniestrado. Se trataba de una seria emergencia en una antigua Planta de Transferencia de Oxígeno, donde eran llenados los cilindros que se usaban para los sopletes de oxicorte. Sus dependencias, de estructura acerada y revestidas con planchas (calaminas) de zinc, no eran muy grandes. De ahí salían, diariamente, cilindros llenos hacia distintos lugares de la industria minera. La actividad era ya rutinaria, nunca había ocurrido allí nada que lamentar. El personal que trabajaba en esas labores era altamente capacitado; sin embargo, esta vez, por causas no especificadas, en pleno proceso de llenado reventó un cilindro de 30 kilos, como si hubiese sido una potente bomba. Al llegar, ya se habían trasladado algunos lesionados, de distinta consideración, al hospital. No se produjo incendio gracias a que, como dije recién, todo el recinto era metálico. No obstante, la poderosa onda expansiva causó severos daños. Los expertos en seguridad industrial y los ingenieros en Prevención de Riesgos, eran los únicos que ingresaron (en un principio) al destartalado recinto y mantuvieron al personal de bomberos junto a los carros en espera de instrucciones. Los expertos entraban muy serios y salían con sus rostros terriblemente angustiados. Luego volvían a entrar con algunos bolsos y..., poco después, usando algo parecido a una lona del tamaño de un mantel de mesa, se les veía sacar un cuerpo humano completamente mutilado, sin piernas, sin brazos, sin cabeza..., solo el torso vacío, sin vísceras. Lo depositan en una ambulancia, a la cual le habían retirado la camilla y desplegado un plástico en su lugar. Ésta, sin más trámites se lo llevó a la morgue del hospital. Acto seguido, uno de los expertos, el jefe del departamento de seguridad, llama a los dos oficiales voluntarios a cargo de cada compañía para darles precisas instrucciones. Mientras tanto, otros dos expertos, en otro trozo de lona iban sacando una pierna completa, doblada en ángulo recto y se podía ver en ella un bototo fuertemente amarrado al único pie que sobresalía dramáticamente, enmudeciéndonos a todos . Ésta fue depositada en la parte de atrás de una camioneta e inmediatamente cubierta. Las órdenes que recibimos solamente pudimos cumplirla los bomberos más antiguos, porque consistía en ir recogiendo, juntando y echando en pequeñas bolsas de plástico cada trozo de carne, órgano visceral o pedazos de huesos que estaban esparcidos al interior del recinto. Luego, eran llevados por los expertos en seguridad hacia la camioneta en donde estaba la pierna. Las planchas de zinc, que hacían las veces de muralla falsa, estaban como infladas hacia afuera por la onda expansiva y en ellas estaban pegados a presión pequeños restos humanos sanguinolentos, los cuales debimos desprender con unas espátulas que nos fueron entregadas, para facilitar la macabra labor. En un sector había restos de cabello y materia cerebral estampados grotescamente. Cuando ya no quedaba mucho que depositar en las pequeñas bolsas de plástico, las náuseas nos hacían flaquear. "No piensen que son restos humanos", nos decía constantemente un experto. Luego nos dieron la orden de entrar mangueras y lavar, a presión, toda la estructura de zinc. El techo estaba abierto, la onda expansiva había volado algunas planchas y podía verse el azul del cielo. Seguramente por ahí también habían volado algunos restos humanos. La víctima destrozada era un solo hombre, de 35 años de edad. Él estaba llenando el cilindro de oxígeno; sus otros compañeros, al momento de la explosión, estaban en un recinto adyacente almorzando ya. Igual resultaron lesionados, pero afortunadamente no estaban en el sector de llenado. Los brazos del infortunado se desintegraron, como así mismo la otra pierna que, simplemente no apareció. La cabeza tampoco, excepto esos pocos cabellos y restos de masa encefálica pegados al zinc.

Era mi segunda vez que veía un cuerpo mutilado, pero la primera vez que me tocaba recoger los restos desmembrados de tan tétrica forma.

Una vez terminada nuestra labor, juntamos el material utilizado (mangueras, pitones, escalas) y regresamos a los respectivos cuarteles, bastante conmocionados y aún con el estomago revuelto. De ahí, a casa, a almorzar. Me duché durante largo rato y luego traté de almorzar. No pude, no pude... Durante mucho tiempo no podía ver una ensalada de tomates, ni kétchup, y menos aún ver carne roja. No, no la podía comer. Fue una experiencia muy fuerte, no sé si reflexiva. Pero entendí, en parte, a los vegetarianos; y en general, a quienes no consumen carnes rojas. Un trozo de carne humana, a la vista, es un trozo de carne animal, igual. Suena fuerte, muy fuerte, porque es así, aunque no se quiera aceptar. Verlo es impactante..., y cierro esta narrativa que hubiese querido nunca contar. Pues, fue una experiencia macabra.

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FIN
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Fragmento extraído de mi novela autobiográfica "MEMORIAS DE UN MINERO".
Siguiente historia de esta selección: SUFRIR LO INSUFRIBLE.
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Gracias por leerme
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