"El Viejito de la Casa Amarilla"

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La calle era angosta, pavimentada y sin veredas. Más bien era un pasaje, en una villa muy tranquila. Casas iguales, a derecha e izquierda. Todas con un amplio antejardín de tres metros de fondo por trece de ancho. Y, todas protegidas por sólidas y altas rejas de acero. Rejas que, además, servían como respaldo a verdaderos muros verdes de frondosas ligustrinas (arbusto común que permitía geométricos adornos con una buena poda). Destacaba allí una casa que rompía lo común; una casa amarilla de dos pisos estilo mediterráneo; con un techo plano en el cual sobresalía una especie de buhardilla con dos pequeñas ventanas (tragaluces), orientadas hacia el sur. Allí destacaba un enjambre de antenas de radio, con un mástil de acero pintado de blanco y rojo, típico en los lugares donde vive algún radioaficionado. En el antejardín, tres árboles lucían su magnífico follaje: un pino oregón, un naranjo y un limonero; estos últimos mostraban sus apetecidos frutos cítricos, que los vecinos miraban con cierta sana  envidia.

Por las tardes, cuando ya los rayos del sol no calentaban,  se veía constantemente allí un anciano casi octogenario regando o aporcando algunas hortalizas en donde antes lucía un precioso y verde prado muy cuidado. Pues, sí; ya no había pasto ornamental; ahora, las hortalizas ocupaban su lugar en el  antejardín domiciliario. Lechugas, acelgas, cebollines, tomates Cherry, y una planta de poleo. 

El hombre, de cabellos y barba muy blancos vivía solo. De vez en cuando lo visitaba uno que otro hijo, de cinco que tenía. Todo el vecindario se refería a él, como... "el viejito de la casa amarilla", pero cuando lo saludaban, lo hacían por su nombre: Idelfonso. Él, siempre respondía con mucha amabilidad y respeto. Aunque, a veces, seguía agachado trabajando con sus verduras, sin levantar cabeza. 

Llevaba viviendo solo casi seis años, por circunstancias de la vida. Y la casa le fue quedando grande, muy grande y sin ese calor de hogar que algún día fue el motor y la razón de su existir. Allí les proporcionó un buen pasar a toda su familia. Nada les faltaba. El paso de los años; la llegada de la vejez; los dolores en las articulaciones y en todos los músculos de su anciano cuerpo lo fueron deteriorando muy rápidamente. Comerse un plato de comida solo lo bajoneaba casi siempre. Con la edad fue haciéndose mucho más sensible y... muchas cosas le entristecían demasiado.

Dentro del hogar tenía sus propias entretenciones:  un viejo aparato de radiocomunicaciones le permitía contactarse con muchos colegas radioaficionados desde Arica a Magallanes, y más allá de las fronteras geográficas, Argentina, Perú, Uruguay, Brasil y otros puntos más.  Sus vecinos ni se enteraban porque lo hacía en la intimidad de su hogar.

De vez en cuando, el vecindario escuchaba agradables sonidos musicales, ejecutados en un buen teclado ( u órgano, marca Yamaha).  Se notaba que el hombre conocía muchos temas y los interpretaba bastante bien o con sus propios arreglos. Nunca fue músico, pero disfrutaba la buena música.

El viejito de la casa amarilla era un fanático por la lectura. No había tema del cual él no pudiese hablar.

Tenía tres libreros en su casa, y en total... la increíble cantidad de ¡seiscientos textos!  muy bien cuidados y ordenados. Sin duda, el viejito de la casa amarilla era todo un erudito en infinidad de temas. Y, con quienes estaban a su altura organizaba largas tertulias con derecho a debate. Sin debate "no tenía el valor que los argumentos entregan para demostrar o descalificar un tema en particular", decía. 

Les abría la puerta de reja (sólo hasta el antejardín), a mormones; testigos de Jehová y... a todo tipo de religiosos que andaban ofreciendo el paraíso y la vida eterna. Los escuchaba muy atentamente y, luego hablaba él, muy respetuosamente, haciéndoles saber que no compartía sus creencias. Incluso, les agradecía la visita y los dejaba cordialmente invitados para seguir debatiendo. Sus argumentos antirreligiosos eran tan sólidos que..., algunos no volvían más a visitarlo nuevamente. Nadie lo convencía..., ni en política ni en religión. Su formación, y los años que llevaba a cuesta,  le permitían ser un libre pensador. Fiel al libre albedrío. 

El viejito de la casa amarilla era un hombre muy culto, sociabilizar con él y poderlo conocer más en profundidad era para mí un desafío. No podía perder esa oportunidad.  Como periodista, procuraría cumplir con mi misión tarde o temprano. El hombre era un personaje interesante... Al menos eso capté yo, y me propuse hacer un reportaje cuando me hablaron de él. Y fue más temprano que tarde cuando pude concertar una visita a su hogar. Sin embargo, cuando llegué a su domicilio, la casa amarilla ya no era la misma. Una vecina se me acercó con cierta cautela y me dijo con voz quebrada: " A don Idelfonso se lo llevó la pandemia".


Fin. Gracias por leerme. Si esto te invita a una profunda reflexión, logré el objetivo.

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