Tercera parte

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Convencida de que Albert era real, me quedaba otra interrogante: ¿Qué iba a hacer ahora? Albert se alejó y una sonrisa orgullosa adornó sus facciones.

--Sabe a fresa ¿es labial?—preguntó con el objetivo de incomodarme: lo logró sin problemas. Carcajeó una vez más y se pasó una mano por el cabello.

--Llegaré tarde a clases—dije, atropellando las palabras.

--Te llevo—sacó las llaves plateadas de su chaqueta y les dio vuelta entre los dedos. Levanté una ceja. ¿El deseo traía la Yamaha V-Max incluida?

--Si tienes un casco extra. Mamá es cero tolerante a las motocicletas. –respondí haciéndome la interesante. Albert volvió a soltar una risotada y se encaminó hasta la acera frente a la casa.

--Es divertido cuando haces cosas que a las madres les desagrada. Yo, por ejemplo, debo ser el último en la lista de «los chicos con los que tendrías permiso de salir»--dijo mientras pasaba la pierna por encima del asiento de la moto (una fiera elegante entre rojo, negro y plateado). Subí torpemente al asiento trasero, agradeciendo llevar un mini short de licra debajo de la falda.

--Lamento informarte que ese puesto es de Patch Cipriano—dije mientras me ponía el casco y lo abrochaba bajo mi barbilla.

--Soy un skater y motorizado de diecisiete años ¿qué supera eso?—dijo incrédulo.

--Él es un ángel caído que lucha contra los Nefilim y se gana la vida apostando en bares de mala reputación donde siempre asesinan a alguien—contraataqué mientras deslizaba mis manos por su torso, presionando sus abdominales, que leí, eran producto de una rutina matutina de ejercicios. Albert me miró por encima del hombro y sonrió.

--Me escogiste a mí en lugar de él, así que ¿Quién gana?—reímos y el brillo en sus ojos me hizo estremecer. La motocicleta le rugió al transporte escolar, de refilón atisbé la figura de Jorge al subirse al autobús. ¿Qué diría ahora? Había traído a la vida a uno de mis amores literarios.

Albert se mantuvo rondando la escuela toda la mañana, uno de los profesores había dicho que llamaría a la policía, pero no lo hizo, pues, mi «amor literario» ahora «amor real» se alejó en el receso y esperó por mí a la hora de salida.

--Creí que te habías enfermado—me había dicho Jorge cuando me había conseguido en el aula esperando por la clase. Lo arrastré hasta el cuarto del conserje y le conté todo. Sus ojos negros brillaban confundidos, pero no porque me creyera, sino porque creía que estaba loca.

--¿Seguro que no tienes fiebre? Podemos ir a coordinación y pedir un pase para que vayas al médico—me había dicho una vez hube terminado el relato. Gruñí en respuesta.

--Estoy bien, no estoy desvariando. Es real. Albert es real. Lo traje al mundo real con ayuda de la pluma que me regaló el Señor Morata. –respondí exaltada. Jorge volvió a lanzarme una mirada alarmada y respiré hondo.

--Espera por mí a la salida de clases, te lo voy a demostrar. Él me trajo en su motocicleta.

Jorge sacudió la cabeza en sentido negativo—ya es oficial: estás loca—dijo—el Señor Morata está chiflado, dicen que está perdido en el País de las maravillas o en Narnia. No lo sé, sus vecinos casi no le hablan. Le dicen «Morata el tocado»

--No está loco. Te juro que digo la verdad. Albert me besó, es real—los ojos de Jorge se abrieron hasta lo imposible detrás de sus anteojos.

--Allie, me preocupas—dijo al fin.

Apenas salimos de clases, arrastré a Jorge hasta la esquina en donde estaba estacionada la Yamaha V-Max. Los ojos de mi amigo brillaron de admiración al ver una de ésas tan cerca.

Allie y la pluma doradaWhere stories live. Discover now