1. Aquí y ahora.

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—¿Cómo se declara el acusado? —Preguntó el juez, con la frondosa peluca blanca, con algún que otro pelo fuera de lugar, la toga totalmente negra y alisada para ese día tan importante y el pañuelo al rededor de su cuello. Como muchos otros jueces de ese país, era de avanzada edad, y, dado a ello, sus ojos azules se escondían tras unas gafas algo amarillentas culpa del paso del tiempo. 

El acusado, por su parte, vestido de un impecable traje negro, observaba sus manos, más bien, sus muñecas, rodeadas por unas metálicas esposas relucientes, y, frente a él, una mesa de madera pulida. Una silla vacía a su lado, donde debería ir un abogado que no existía, y al otro lado, una puerta que dejaba vía libre a un pasillo, y, al lado de esta puerta, y del acusado, la acusación. Tras ellos, se presentaban muchos periodistas y gente curiosa. El caso había sido muy mediático, justo como le gustaba. 

Sus ojos, a los cuales el mismísimo carbón envidiaría, vagaron por el suelo de madera, también, hasta el estrado, donde se alzaba el juez, impasible con el magistrado y el fiscal. Al lado del juez, por supuesto, aquel pequeño cubículo donde, los testigos, habían declarado en su contra. 

Su mirada se desvió a una de las ventanas de su izquierda y cerró el mismo ojos, donde una cicatriz vertical partía su ceja y mejilla, pero no su cara completamente. Un lento suspiro escapó a sus labios, unos fino y delgados labios, sin bello al rededor, ya que estaba afeitado y aseado. 

Finalmente, con parsimonia, se aclaró la garganta y movió ligeramente la corbata roja de satén, como si la acomodase, como si le molestase en su cuello, cosa que obviamente era falsa. 

—Inocente. —Fue su única palabra. El fiscal tuvo que ocultar una risotada, mientras que se giraba a sus compañeros. 

El fiscal era un hombre de 1'90 cm de altura, calvo, gordo y fofo. Sin embargo, era un ricachón, inteligente e importante. Como una masa de carne con neuronas, según su opinión. Por otra parte, giró levemente la cabeza, provocando que algunos de los pendientes y piercings que tenía en su oreja derecha descansasen unos segundos sobre su hombro. Pudo ver a la gente contener el aliento, algunos comentar, pero nadie decía nada. Por otra parte, vio como los delgados y desgastados labios del juez se apretaban, clavando su mirada en él. 

—¿Es usted consciente de que todas las pruebas y los testigos le hacen culpable? Si se declara culpable, se podría rebajar su pena o mejorar sus condiciones. —Dijo el juez. Era, por supuesto, algo que no quería decir teniendo en cuenta de quien se trataba y de sus actos, pero no podía evitarlo. Era su trabajo. 

Miró a los presentes. Las paredes blancas, el suelo de madera, como los bancos de los asistentes. Al final dos enormes puertas de color marrón oscuro, también de madera y a cada lado un guardia de seguridad. Resopló indignado. No entendía la tozudez del acusado, pero, pasándose la lengua por los dientes, tuvo que hablar de nuevo. 

—La sentencia se dictará en dos días. Mientras tanto, el acusado deberá permanecer en prisión preventiva, sin visitas ni fianza, con riesgo de fuga. —Y dio el martillazo que sentenció sus palabras. 

Por supuesto, para él, era mero tiempo su salida de aquella cárcel. Los presos no se le acercaban. Vamos, era un hombre de 1'50 cm, y hasta los que medían 2'10 cm y eran armarios, de espaldas anchas, de músculos fuertes, asesinos, sicarios, le temían. Nadie hablaba con él, tampoco se le estaba permitido. Se pasaba los días leyendo, escribiendo y analizando a cada persona que veía. 

Por supuesto, para él, era cuestión de tiempo, que el miedo invadiese el cuerpo del juez y lo dejase, pero, durante dos días, estuvo aislado en una celda de tres paredes y una reja frente a él. Tenía una cama, una mesita, y un urinario donde hacer sus necesidades. Tampoco necesitaba más, pues, en cierto modo, una prisión era un castigo y no podía tener las comodidades que tendría en su casa. Lo entendía, pero le molestaba. Estaba tan acostumbrado al lujo...

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