C A P Í T U L O 8

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—¿Quieres que hagamos una estimación aproximada de cuántas veces al día me preguntan eso? —ironiza ella—. Porque estoy segura de que si me pagaran cada vez que lo hacen, ahora sería más rica que Creso.

—Así que Creso, ¿eh? —me meto yo, sin saber qué coño estoy diciendo, y por qué le estoy hablando. Es porque es morena... O porque es Lana. O porque está ciega... Aunque tampoco es que lo esté mucho más que yo, hablando en plata—. ¿Una apasionada de la historia?

—No exactamente —contesta, girando la cabeza hacia mí. Contengo un escalofrío al ver de nuevo sus gafas de sol—, pero me he aficionado a los documentales y audio-libros por razones obvias. Y no me arrepiento. Ahora podría derrotar a cualquiera jugando al Trivial.

A mí concretamente podría derrotarme incluso a un pulso. O con un escupitajo. Está tan cerca de mí que alargando un brazo no solo podría tocarla, sino abrazarla... Y eso significa que su perfume vuelve a darme un guantazo de realidad.

No lo ha cambiado. Es el mismo perfume fresco de siempre... Burberry Women, eau de toilette, en un paquete de cien mililitros, por treinta y dos con noventa y nueve...

¿Qué? No os podéis hacer una idea de cuántas veces me colé en su habitación para colocarme con ese olor.

Concretando... Más de las que me colé para darle alegría al nene.

—¿Es eso una especie de reto? ¿Quieres que te ponga a prueba?

Ella medio sonríe.

—¿Te sabes de memoria las preguntas del Trivial?

Claro que sí... Y me sé de memoria todos los lunares que tienes, y las veces que te pasas el peine por el pelo antes de que te quede como te gusta, y la lista de bebidas con gas que te caen mal en el estómago, y el número de «qué te pasa» que tengo que repetir antes de que descruces los brazos y me lo cuentes. Y tú, en cambio, ya no sabes nada. No te acuerdas de nada. Ni siquiera de mi voz.

Aunque no necesariamente debe ser algo terrible, ¿no? A fin de cuentas, pasaré la noche en París para no tener un accidente automovilístico y mañana volveré a casa, a Múnich, con mi aburrido trabajo y mi competente follamiga. La semana que viene, con suerte, me olvidaré de que Lana Douves está ciega y no me reconoce.

Creo que podríamos empezar a contar las veces que he pensado en su ceguera, y tal vez monetizarlas. O al menos le pondría precio a la palabra —«ciega»— si las ganancias fueran para mí, pero no pienso pagaros porque el shock me impida concentrarme en otra cosa.

En fin... Imaginaos si eso de la minusvalía es preocupante como para que no le esté mirando el escote.

—No, aunque podría improvisar un poco. ¿Sabes cuál es el río más largo del mundo?

—Pues claro. —Chasquea la lengua—. El Nilo. Se confunde con el Amazonas, pero ese es el más caudaloso, una materia distinta.

—¿La moneda de Suiza?

—El franco.

—¿Y quién es el cantante de los Rolling Stones?

—No lo has visto, pero he puesto los ojos en blanco —señala, divertida—. Hay una canción de Maroon 5 sobre eso, y mi hermana es una obsesionada de Adam Levine. Jagger —contesta finalmente—. Mick Jagger.

Parece que a todo el mundo le gusta esto de hacerse el James Bond, no solo a mí.

—¿Hemos hablado antes? —pregunta de repente, ladeando la cabeza—. Me suena mucho tu voz, aunque no consigo... Ubicarla en ninguna parte. A lo mejor nos hemos visto en algún momento. Bueno, me habrías visto tú, ya sabes...

—No —me sorprendo contestando. ¿Qué dices?—. Si te hubiera visto antes, me habría acordado de ti. —¿Qué dices...? Episodio II—. Pero es un buen momento para presentarse. Soy Alexander, pero suelen llamarme Alex. —¿Qué cojones dices? Episodio III, ampliado—. Vengo de parte de la novia.

Y ese es el último episodio, el IV. ¿La Guerra de las Galaxias? La Guerra de las Falacias, más bien.

Ella asiente con la cabeza y me tiende la mano con algo de recelo. Me la quedo mirando un segundo, como si en vez de dedos tuviese garfios, o cuchillos de navaja suiza, o barritas de chocolate hipercáloricas —terrorífico—...

Al final se la estrecho, preocupado por si me reconoce. Pero, ¿cómo me va a reconocer al tacto? Se ha visto que los ciegos no tienen habilidades supersónicas, o lo habría hecho por la voz, así que las manos tampoco serán un buen suplemento a lo de no ver un pijo.

Tiemblo un poco al soltarla. Le suda la palma, un signo obvio de nerviosismo. Eso lo dicen los psicólogos, no yo. Y no es que yo haya pisado un loquero —eso ni muerto—, pero cuando me aburro entre el polvo nocturno y el polvo mañanero, suelo leer curiosidades por Internet. A veces sobre peleas entre cocodrilos y leones —todavía no sé quién ganaría—, otras acerca de los motivos por los que Ben Affleck dejó a Jennifer Lopez —¿por qué haría eso, con ese culo que tiene?—, y otras, pues por qué la gente suda.

El caso es que no va nada con Lana Douves eso de ser vergonzosa. Con deciros que la conocí porque me empezó a llenar de prendas en Louis Vuitton, creyendo que era un empleado de allí... Una persona tímida habría pedido disculpas al darse cuenta de que no lo era, pero ella fue y me soltó que sabía muy bien que los dependientes iban en traje, y yo no pasaría por uno yendo disfrazado de Axl Rose. Lo hizo para ligar conmigo. Yo me dejé ligar, evidentemente... Sin mucho éxito durante ese día, porque cuando supo que me llamaba Axel de verdad, le hizo tanta gracia que sustituyó el flirteo por el bullying.

Menos mal que ahora no puede ver que sigo vistiéndome así, como el cantante de Guns N' Roses...

De acuerdo, ese ha sido un comentario de mierda: hasta yo soy capaz de verlo —nada, y sigo con la bromita de ver—. Me tendréis que perdonar. Estoy borracho y acabo de decirle que me llamo Alexander.

—Yo soy Lana. Bueno, en realidad soy Marianna, pero en cuanto cumplí dieciocho decidí cambiármelo por Lana Turner. En ese entonces tenía muy claro que quería ser un símbolo sexual con los labios permanentemente rojos y el pelo rubio. Ahora, como puedes ver, solo soy un icono sexual, pero es suficiente para mí. —Y la muy coqueta va y le da un sorbo al Martini. Porque tenía que ser un Martini: no se me va a olvidar el día que dijo que, con mujeres, ella bebía como un marine ruso. Con hombres, en cambio, era una delicada flor pegada a un cóctel elegante—. ¿A qué te dedicas, Alex?

Estoy medio ciego, dolido porque la he vuelto a ver, confuso porque ella no me ve a mí, rabioso porque no estoy tan borracho para ir al hospital —si no te emborrachas para eso, ¿por qué querrías hacerlo?—, y se me ha ocurrido mentir. Ya os habréis enterado de qué va el juego, ¿no?

Como mi abuela decía —quien sí que fue un icono sexual en su época—, si mientes una vez, tienes que seguir mintiendo durante el resto de tu vida. Y entre vosotros y yo... Puede que no esté escrito en ninguna parte, pero ignorar el consejo de una abuela es vulnerar la ley. Aun así, y por si mi abuela no es suficiente para justificar que esté a punto de inventarme a un personaje por motivos desconocidos —¿no habría sido más fácil decirle «hola, soy Axel Volney, y estoy realmente enfadado contigo, pero como estás ciega voy a dejarlo correr»...? Sí, ahí van otros céntimos por la palabrita—, seguro que os acordáis de Freddie Mercury.

Exacto. Show must go on.

—Soy jefe de policía aquí, en Francia. Me encargo sobre todo de los casos de violencia doméstica.

Os estaréis preguntando por qué policía... Pues porque las tías se pirran por los uniformados, y ella más todavía. ¿Sabéis cuántas veces me suplicó que me pusiera el uniforme de mi tío el de la marina...? La verdad es que Lana no puede ni imaginarse todos los tópicos a los que puedo recurrir para sorprenderla.

Esto es mejor que en la jodida película de Lo que ellas piensan [3].

[3] Lo que ellas piensan es una película de Mel Gibson en la que el protagonista puede leer las mentes de las mujeres.


Ojos que no ven... ¡van y me mienten! [AUTOCONCLUSIVA]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora