C A P Í T U L O 2 7

7.7K 1.5K 328
                                    

Si fuerais tan amables de olvidar el pequeño momentito de vulnerabilidad que sufrí en el servicio del hospital, os estaría eternamente agradecido. Todo el mundo tiene sus lapsus, ¿no? Tampoco hay que hacer una montaña de un grano de arena.

Que sí, ya sé lo que vais a decir... que yo soy el especialista en este tema. Soy un dramático, puede que incluso se me pueda catalogar de diva televisiva, como Tiffany Pollard o algo peor. Motivo por el que seguramente os disguste mi persona y todo lo que os he contado hasta ahora... Bien. Como entiendo que estéis hartos de mí, pasaremos de largo del problema de hace unos días y viviremos el presente para evitar lloriqueos innecesarios por mi parte. ¿Qué os parece...? ¿Bien? Eso pensaba yo.

Estamos a viernes. El viernes en el que voy a salir oficialmente con Lana. Antaño, cuando éramos una casi pareja, la muy perversa me obligaba a pronunciar la palabra mágica, y si no lo hacía, estaba repitiéndola hasta que me empezaba a doler la cabeza. Cita, esa es la palabra. El desencadenante de todo mal; el fin del mundo.

Una cita, sí. Axel Volney y Lana Douves en una cita, cinco años después, cuando Axel Volney fue vilmente ninguneado y reemplazado por un franchute.

Solo espero que no se llamase Eugene.

Pero yendo a lo importante... He tenido unos días para pensar adónde la voy a llevar, qué me voy a poner, y dónde nos vamos a montar. Es decir: ella me va a montar a mí... —o al menos lo haría si no supiera por experiencia que es una estrecha, y va por la vida aireando esa gilipollez de las cinco citas antes de dormir juntos—, pero nosotros, lo que es la pareja, tendremos que subir a un coche para llegar a nuestro destino.

No, no la voy a montar en el autobús, ni voy a pedir un taxi. No puedo intentar meterle mano delante de terceros; me sentiría violento, y toda mujer merece un poco de intimidad. Y diréis: ¿acaso eras un perro travieso estando al volante? Obviamente, manosear a tu acompañante durante la conducción es muy poco aconsejable; sobre todo cuando no quieres darte un piñazo, pero uno siempre debe arriesgarse por lo que quiere. Y yo quiero mejillón, ya lo creo que sí.

Mejillón y una explicación, claro está. A estas alturas, tengo bien presente que solo Lana puede darle respuesta a la pregunta que me he hecho desde que se largó. Sé por qué lo hizo, no me malinterpretéis... Solo necesito oírlo de su boca para dejar de sentirme un payaso. O para terminar de sentírmelo del todo y superarlo de una buena vez.

¿Significa esto que voy a presentarme como Axel para sonsacarle la verdad? No, evidentemente no. Pero confío en mis dotes de falso jefe de policía para indagar en su pasado.

Y todo esto es una conclusión general a la que he llegado después de entrenar en el suelo de mi habitación alquilada. Ahora que he decidido que pasaré un tiempo en París, voy a tener que ir buscando un gimnasio al que acudir regularmente. Y comprar los batidos, por supuesto. No puedo descuidarme ni un solo día.

Tocados ya los asuntos problemáticos de la ci... rrosis, hago el camino hasta la cocina, secándome el sudor de la cara con una toalla de mano. Jerome, con la cadera apoyada en la encimera y un cigarrillo entre los dedos, me saluda alzando las cejas.

—¿No desayunas? —pregunto, mirándolo con los ojos entornados—. ¿Te alimentas solo de nicotina?

—Y de curiosidad.

Entonces no entiendo cómo es que no está gordo. Os lo digo en serio; no soy alguien que se caracterice por su interés en quienes le rodean, pero este tipo en concreto me produce escalofríos. Siento una curiosidad horrible. No de la buena, en plan «quiero conocerlo», sino de la de «este tío, ¿de qué coño va?»

Desafortunadamente, es mi compañero de piso y prefiero no tener enemigos durmiendo bajo mi techo, así que voy a ser simpático. Todo lo simpático que puedo ser, dado que eso de querer impresionar a los tíos para ser su colega no es una materia que haya cursado.

—¿No es tu hora de dormir? —pregunto, señalando el reloj. Las nueve en punto.

—Acabo de llegar —responde, con los ojos cerrados—. Estaba esperando a que terminases tu desesperada rutina de flexiones y jadeos de tenista para acostarme.

—No hago tanto ruido —me quejo, sentándome en el taburete que pega a la barra y agarrando un plátano—. Más ruido haces tú cuando le cambias el agua a las papas, y nadie dice nada. No me engañas. —Le apunto con el dedo—. Estás esperando a que tu ligue de esta noche termine de ducharse para largarlo y luego echarte a dormir la mona. ¿Te crees que nací ayer? Yo inventé el juego, chaval.

—No creo que nacieras ayer, simplemente no tengo que darte ninguna explicación —responde con pura honestidad—. Pero ahora que sé que encuentras interesante en qué orificios meto la polla y cuándo, te haré un croquis siempre que vaya a sacármela.

Hago una mueca.

—Innecesario —mascullo, dándole un mordisco a la fruta—. Solo estaba señalando sutilmente que me parece irónico que pidas silencio cuando te buscas a las titis más vocingleras del barrio. Y sobre esto, no necesito ningún croquis. Gracias a los berridos, sé dónde está tu trabuco en cualquier momento del día: en cualquier parte excepto en tus calzoncillos.

Creedme. Me importa un pito —nunca mejor dicho— dónde o cuándo cargue la escopeta mi compañero de piso. Lo menciono con este tonillo rabioso porque hace casi un mes que no alimento a ningún conejito, y estoy que me subo por las paredes. Y no soy tan ingenuo como para pensar que Lana va a permitirme pincelar su almeja en la primera cita... Ni siquiera estoy seguro de que deba llamarla así, cuando creo que será la única cita. Lo que se traduce en que voy a estar sin darle a la mandanga otros tantos meses. Los que tarde en cansarme de ir detrás de su culo.

—En fin... Ya que se ve que tienes mucha maña con las mujeres; a la vista está, cuando follas todos los días... —mascullo en voz baja—. ¿A dónde llevarías a una en una cita?

Jerome abre los ojos para atravesarme. Sí, atravesarme, no mirarme. E imagino por qué: lo de «maña con las mujeres» es como una burla, solo que sin el «como». Que tenga facilidad para ordeñar al gusano no significa que se le dé bien el género femenino. O, tratándose de Jerome, el género humano en sí.

—¿A quién has extorsionado para que salga contigo? —replica, con la ceja a punto de dispararse—. Imagino que tiene que ser sorda.

—¡Casi! —exclamo, señalándolo. Doy otro bocado al plátano—. Está ciega.

Todo su gesto de sorpresa se reduce a un parpadeo.


Ojos que no ven... ¡van y me mienten! [AUTOCONCLUSIVA]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora