C A P Í T U L O 7 2

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—¿Qué leches llevas en la boca?

Atended, porque solo una persona en el mundo —o solo una persona en París, voy a intentar dejar de ser un exagerado— mayor de diez años utiliza esa palabra en su día a día. Y esa persona es exactamente la que tenéis en mente: Remi, quien se ha vuelto a pasar, como cada mes, para extender la mano y que se la llenemos de billetes.

En lo referente a mi boca, las leches y el verbo llevar... No me avergüenzo de nada. Encojo los hombros, ignorando que Jerome me está mirando con un amago de sonrisa burlona y Nanna está demasiado ocupada intentando no quemar su octava tortita consecutiva para mirarme. Si dejo de considerarla mi abuela, que conste que es porque toda anciana francesa que se precie tiene que saber hacer un desayuno hipercalórico. Claro que ella no es francesa...

—Es un pintalabios de purpurina. Me hace sentir guapo.

Nanna gira la cabeza en un quiebro que no parece natural. Me mira con los ojos muy abiertos.

—¡Eh! ¡Yo también lo tengo! —exclama, señalándose las mejillas—. Aunque me lo pongo en los mofletes para iluminarme los pómulos. Es verdad que te hace sentir guapa... Pero eso es lo de menos. Has salido de tu habitación —señala con solemnidad. Pone los brazos en jarras—. ¿Es una buena señal?

—Supongo... No, no te apartes de la silla, Remi. No me voy a sentar. Tengo programada una visita al cementerio, una larga hora de meditación callejeando con Lady Di, y una despedida.

—¿Una despedida? ¿Por fin has decidido suicidarte? —prueba Jerome, ladeando la cabeza para que el humo no le impida mirarme directamente.

—Pero, ¿qué dices? —espeta Nanna. Estira el brazo para darle una colleja y censurarlo con la mirada—. Se refería a la canción de Daddy Yankee, paleto.

—Yo creía que alguien se casaba —tercia Remi, conteniendo la risa—. La despedida de soltero...

—De hecho, me despido porque he decidido aprovechar estas semanas de vacaciones para ir a ver a mi padre.

—¿A tu padre? —repite Nanna—. ¿El racista, homófobo y machista que tiene la culpa de que nunca te aceptaras como eres, y de que trabajaras de sol a sol sin ver un euro desde los doce años?

—Creía que era Remi al que le gustaba utilizar sinónimos largos, pero sí, creo que esa es una buena prolongación del término «mi padre».

—Oh, yo no lo alargaría tanto —interviene el susodicho—. Diría que es un hijo de puta.

—El abuelo tampoco tendrá la culpa, aunque se haya demostrado que el retraso mental es hereditario —dice Jerome, aireando el cigarro—. Y, ¿en serio? ¿Hijo de puta? ¿No tienes nada más sofisticado?

—Espera, espera, espera... Nos estamos desviando —insiste Nanna, acercándose a mí con los brazos en alto—. ¿Cómo es eso de que te vas? ¿Por cuánto tiempo, y por qué?

—Porque sigue siendo mi padre y hace mucho que no lo veo, y porque necesito cambiar de aires un poco. No pongas esa cara, Ivanna Saxton, porque no quiero sentirme culpable —amenazo, apuntando con el dedo sus ojos de corderito—. No me voy para siempre ni de lejos. Simplemente he leído en Internet que lo mejor en estos casos, cuando después de una larga meditación no has llegado a ninguna conclusión, es poner un poco de distancia.

—Estoy seguro de que Yahoo Respuestas no se refería a que te fueras a otro país —señala Jer.

—¿Y? ¿Es que ahora vas a echarme de menos? Oh, claro que no... Podrás usar mi cuarto para descansar tu ego, que a estas alturas ni cabrá por la puerta. O para apilar los cadáveres que tuviste que sacar del desván para que Nanna durmiera allí.

—También lo podré usar para follarme un buen culo.

Sacudo la cabeza, dándolo por perdido. Ya os habréis dado cuenta de que es imposible hablar en serio con este tipo, y no es como si yo fuese el más fácil a la hora de entablar conversación, pero de los dos, él se lleva la palma. Acabo suspirando e ignorando los lamentos de Nanna, que me persigue en el camino al recibidor. Pone su mano sobre la mía en cuanto cierro los dedos en torno a las llaves del coche, y no me queda otro remedio que prestarle atención.

—Huir no te va a servir de nada.

—No estoy huyendo. —Y soy francamente sincero, aunque os extrañe—. Creo que soy la única persona en el mundo a la que le gusta dar las cosas por zanjadas. Créeme... El sentimiento de haberte quedado con cosas que decir es una mierda, y soy un especialista de la materia. Mientras pueda evitarlo, no me voy a quedar con el rencor dentro. Solo necesito meditar sobre... qué voy a decir, qué voy a hacer, y... Principalmente, qué es lo mejor para mí. Para —repito—. Tú sabes que me he pasado las dos últimas décadas de mi vida cuidando de los demás y descuidándome a mí mismo por el camino. Es hora de cambiar las tornas.

Dios, ojalá Victor hubiera escuchado esto. Habría enloquecido de emoción... Seguro que hasta descorchaba el whisky escocés y me tocaba el himno de Edimburgo.

—Si así es como te sientes, soy la primera en apoyarte. Pero pásate por aquí antes de irte y te despediré como es debido, ¿vale? —Antes de que pueda moverme, se tira a mis brazos y me estrecha contra ella—. Te quiero un montón, Ax. Eres una bellísima persona, con un corazón de oro, y me alegro de haberte conocido como de pocas cosas en esta vida.

—¿En serio has dicho eso? Nanna... ¿Qué cojones?

Nanna suelta una carcajada.

—Oye, no es mi culpa que tengas ese efecto en la gente...

—No tengo ese efecto en la gente. Aparentemente lo tengo solo sobre ti.

—Bueno... Cuando no me contabas nada, le echaba imaginación, y cuando no, te observaba de cerca. Y lo he acabado entendiendo todo antes de que lo asimilaras tú. No creas que es porque soy más lista. Es tan simple como unir el radar que tengo con las personas como tú... Y este pequeño problema mío con la gente que está hecha polvo.

—¿Qué problema es ese?

—Que los quiero abrazar todo el tiempo. —Y se tira a mis brazos otra vez, como si tuviera que demostrármelo, cuando lo sé perfectamente—. Si vas a despedirte de Lana, o de Leon... No seas bruto, ¿eh? Que nos conocemos.

Prefiero no contestar a eso. Me he propuesto no mentir de aquí en adelante, y en caso de romper mi promesa, no me gustaría defraudarla. No a Nanna precisamente. Así pues, me separo sin decir ni media palabra, le doy un golpecito en esa nariz tan mona que tiene, y salgo del apartamento. Admito que descubrí hace unos meses que en el edificio en el que descanso mis huesos, viven otras tantas familias de maricones más... Y admito que no me hacía mucha gracia quedarme a solas en un ascensor con alguno de ellos, incluso aunque no perdiesen el tiempo mirándome. Pero ahora no me importa especialmente. Desde que hablé de Berent en voz alta y Jerome dio ese amago de discurso sobre aceptarse a uno mismo, solo me gusta usar la palabra maricón porque suena bestial. Tiene hasta musicalidad, ¿no?

Curioso cuanto menos que —y esto lo pienso mientras me subo al coche y ronroneo con el motor— desde que vivo en París, haya conocido a un buen número de personas por las que me atrevería a crearme un Facebook. Y no solo eso... Sino que lo usaría por su gracia y deseo. Es decir; ¿qué jodido hombre de mi edad se abre una cuenta en esa red social? Es exclusiva de viejas, cotillas, o viejas cotillas. Y es imposible de manejar. Pero yo haría el esfuerzo de crearme una página solo por poder decir que tengo a Ivanna, a Remi, a Victor y a Noir en mi grupo de amigos. Añadiría a Jerome —a regañadientes, eh—, pero... ¿Os lo imagináis viendo vídeos de animales o comentando noticias del periódico, o peor... Poniendo emoticonos? Ya, yo tampoco. Y ese sí que no se abriría Facebook por nadie.

A un lado la alegoría a las redes sociales, el cementerio está camino a la casa de Leon, así que tardo bastante poco en llegar. Aparco justo delante, plantando la rueda en línea amarilla y sintiéndome un auténtico proscrito por ello, y salto del coche notando la garganta seca. Ya os he contado que los cementerios no son mis lugares preferidos y que no guardo muy buenos recuerdos, ¿no?


Ojos que no ven... ¡van y me mienten! [AUTOCONCLUSIVA]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora