Prólogo

539 58 30
                                    


"Una casa está hecha con paredes y vigas. Un hogar de amor y sueños"

A

Cuando cerró la puerta del coche y éste empezó a moverse, su mente voló al sueño que tuvo esa misma mañana. Una colección de imágenes parpadeantes que la perseguía desde tanto tiempo atrás, que ya empezaba a creer que nunca podría superar. Una pesadilla andante que la acechaba de noche y de día, dormida o despierta. Una realidad que nunca podría deshacer, por mucho que lo deseara.

Por mucho que se ahogara entre ese desorden de emociones que no podía controlar.

Ella nunca se consideró una persona débil, nunca esperó verse entregada a las lágrimas, dolida con el mundo, resentida con la felicidad de otro. Pero nadie en el mundo está exento de convertirse en lo que siempre reprochó, las posibilidades se presentan y uno mismo toma la decisión.

—¿En qué piensas?

Por toda respuesta ella negó y se abrazó a sí misma en busca de calor. No se atrevió a mirarlo ni siquiera de reojo, con sentir su mirada le bastaba para saber que si lo hacía, terminaría por derrumbarse donde y con quien no debía. Él siguió hablando y ella se limitó a asentir mientras observaba por el cristal. Las calles oscuras de la ciudad y el monótono rugido del motor la tranquilizaban.

Quiso mantener la mente en blanco, tal como su terapeuta le había sugerido. No pensar, no recriminarse, no sentirse miserable. Dejar pasar esa espantosa sensación de no haber hecho lo suficiente, dejarla ir como si se tratara de arena al viento. Sepultar ese recuerdo con arena nueva, volver a soñar.

¿Pero cómo lograr eso si las personas que le enseñaron a hacerlo, ya no estaban?, ¿si sus primeros sueños se tornaron oscuros y ahora la hostigaban?, ¿si bailaban una danza fúnebre ante sus ojos todos los días?, ¿si la reñían por no ser la misma de antes?

Debía alzarse por encima de esas emociones y pensamientos que no le servían. Superarlo, quitarse el velo negro del luto y volver a respirar tranquila. ¿Pero cómo hacerlo si cada día, cada noche, despierta o dormida, se veía a sí misma en esa madrugada observando con horror sus cobijas?, ¿si al levantarse cada mañana, desde entonces, tenía que mirarse, tocarse y preguntarse si de verdad le había pasado a ella?, ¿si al querer marcar a sus padres recordaba, con desgarrador dolor, que no podía?, ¿si cuando acudía al otro huésped de su hogar se encontraba con el reflejo de todo eso que quiso y perdió?

La mujer se removió en la silla, sintiendo la tan conocida sensación de picazón en los ojos. Su compañero de ojos oscuros la observó de inmediato, endureciendo su semblante. Ella volvía a tener esa mirada de tribulación que él detestaba. Que le hacía sentirse como un intruso, alguien que se esforzaba por abrirse espacio donde claramente no cabía.

—Podemos dejarlo para otra ocasión, si quieres.

La mujer se volvió de inmediato, regresando a la realidad. Tuvo que parpadear repetidas veces antes de aceptar que se encontraba en un coche con alguien que no debía, dirigiéndose a un lugar inapropiado, a hacer, quizá, algo que en otra ocasión jamás cruzaría su mente. Observó la cubierta del auto, el parabrisas y finalmente la punta de sus botas, sin encontrar su voz.

¿Qué estaba haciendo con su vida?

—Puedo llevarte a tu hogar si así lo prefieres.

Hogar. Esa palabra tenía connotaciones de calidez, de refugio, de seguridad. "Hogar" era esa llama que debían alimentar para evitar su extinción. Era esa cosa cálida que se balanceaba con la brisa, que los calentaba, que los cuidaba. Ese sitio al que siempre, al regresar, la sensación de ser recibida con los brazos abiertos la haría sentir que ahí pertenecía. Era el lugar donde estaba su corazón. Era ese algo que unía a las personas. Era calor. Era cariño. Era comprensión.

Arena que lleva el viento (Pausada, en edición)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora