Capítulo 7: Caída parte II

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"Después de escalar una montaña muy alta, descubrimos que hay muchas otras montañas por escalar"

Nelson Mandela

La brisa se llevó las burbujas y ella rio. Siguió el recorrido ascendente, fascinada con los colores que parecían despedir cuando los rayos del sol, filtrados entre los ramajes de un gigantesco árbol, daban con ellas. No hacía calor, ni frío; la vibración del aire, el sonido de las aves y el ronroneo de los arbustos lo llenaban todo de calidez.

Los pies descalzos de la pequeña se movieron sobre el césped, buscando la figura de alguien mayor. Vio cerca a su casa la espalda fuerte de su padre y el pincel que sostenía, antes de enfocar el cuadro a medio hacer. Desde la distancia no pudo divisar las formas, pero fuera lo que fuese, debía ser hermoso. Todo lo que su padre dibujaba o pintaba, lo era. Ella quería representar el mundo de la misma manera que él.

Corrió entre las burbujas. Los volantes de su vestido se sacudieron, su cabello resplandeció bajo la luz del intenso y punzante sol. Rio abiertamente y extendió sus delgados brazos a los costados; la brisa del día hizo presión sobre ella, llevando a su nariz el aroma de las flores silvestres.

Su pecho se llenó de dicha, de pasión por la vida. Enfocó la figura de su madre en la puerta, su corazón saltó de emoción, y no dudó en acelerar. La mujer la contempló con una sonrisa suave y abrió sus brazos, esperando su llegada; se agachó y Kushina se apretó contra su pecho cálido, abrazándola.

Durante ese breve momento sintió de nuevo su perfume; el palpitar tranquilo de su corazón; la delicadeza de su cuerpo; el cariño con que la trataba. La pequeña escuchó los pasos pesados de su padre e hizo ademán de girar la cabeza para mirarlo, pero la escena se congeló. En lo que duró la imagen en fragmentarse y las sensaciones agradables difuminarse, su inconsciencia se debatió, deseando agarrarse a esa pieza de su vida por la eternidad.

Quería estar ahí, necesitaba sentirse como en aquel entonces, ansiaba ser esa niña de nuevo. Pero ya no era posible.

Supo que había despertado cuando percibió el hormigueo en su cuerpo helado. Llevó las manos pesadas a su frente sudorosa, deseando calmar la presión que le causaba vértigos aún estando acostada. Quiso comprender dónde se encontraba o a quién pertenecían los pasos que se aproximaban, pero una serie de espasmos tras sus costillas la obligaron a incorporarse. Ni siquiera alcanzó a abrir los ojos cuando ya su cuerpo se inclinaba fuera de la camilla y su estómago empujaba lo poco que recordaba haber ingerido ese día.

Tembló. No era cosa del aire agreste que entraba por sus poros, ni por la exclamación ahogada del hombre que se apresuró a sostener su cabello y pasarle una taza cuando un segundo ataque de arcadas la invadió, sino toda la situación en general. No recordaba los detalles de esa horrible noche, pero le era suficiente con los pocos escenarios que conservaba en su cabeza, para hacerse una idea del problema que estaba causando a todos.

Sintió una nueva presencia entrar a la habitación y deseó hacerse pequeña. Recargó su codo en la barandilla de la camilla y apoyó su frente en la mano abierta, con la cabeza gacha. Las náuseas persistían y su corazón latía intranquilo. Ya era la segunda vez que despertaba esa misma noche y su cuerpo empezaba a resentirse.

El dueño de la misma mano que todavía sostenía su cabello, le tendió un paño. Ella lo recibió y limpió su rostro, tratando de escuchar el intercambio de palabras entre su marido y la enfermera. El sofoco en sus pulmones, sin embargo, no se lo permitió. La conversación no duró demasiado, al cabo de unos pocos minutos la enfermera salió de la habitación, dejándola con la única compañía de una persona a la que no quería ver en ese momento.

Arena que lleva el viento (Pausada, en edición)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora