Pájaros de Portugal

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Dicen que no hay nada más bonito que los días grises, cuando el agua cae sobre las calles de París,y las gotas resbalan por los cristales del cafe Procope. Esos días en que los que el color del Sena es idéntico al del cielo; en los que no salen los ciclistas, ni los niños a pasear con sus madres, ni hay parejas paseando de la mano, ni pintores a la orilla del río. Las nubes tapan casi todo el cielo y parecen algodones manchados que amenazan con descargar tinta indeleble sobre los ciudadanos.

Clara adoraba pasear bajo la lluvia y esconderse debajo de los balcones mientras observaba a los pocos transeúntes.  Le gustaba imaginar que la ciudad era distinta, al igual que por las noches, cuando personajes pintorescos salían de sus escondites para unirse a originales y misteriosas fiestas que ella nunca fue capaz de ubicar. 

Siempre que paseaba por las avenidas se llevaba su gabardina beige y se ponía sus botas rojas. Nunca llevaba paraguas, ni se preocupó siquiera en comprarlo, pues parte de su felicidad consistía en llegar a casa calada hasta los huesos, quitarse la ropa mojada y tirarse sobre la cama, rodando, mientras su gata la observaba desde el alféizar. Esas noches solía dormir muy bien, y soñaba con parajes inhóspitos, con hierba magenta, y con montañas que no acababan.

Fue en uno de esos días cuando Clara conoció a Pierre. Ambos coincidieron debajo del mismo balcón, tratando de refugiarse de la tormenta que acababa de llegar. Durante diez minutos no se dirigieron la palabra, y solo se limitaron a mirar las rayas de los adoquines. Clara apenas se percató de su presencia, hasta que aquél chico anónimo le preguntó por qué no llevaba paraguas. Entonces ella levantó la cabeza y, al mirarle a los ojos, descubrió un azul transparente que le hizo olvidar su respuesta.

Y allí permanecieron, mientras la lluvia arreciaba,  mirándose a los ojos, ahogándose en las pupilas del otro.

Cada vez que amanecía en uno de sus días perfectos, Clara cogía su particular atuendo y lo esperaba debajo del balcón. Ya no les importaba mojarse, pues bailaban bajo la lluvia. Cuando se levantaba el viento, los rizos le impedían ver, pero él se apresuraba a retirarle el pelo y acercaba su rostro al suyo. Y entonces la besaba, y se olvidaban del viento y del agua, y Clara quería que anocheciera, para que ambos fueran parte de ese París onírico y maravilloso que ella siempre había soñado.

-Un día, tú y yo seremos un nosotros-le dijo él un día- Pero tendrás que esperarme, porque no sé cuando volveré-

Clara le juró que lo estaría esperando, que cada tarde de lluvia se sentaría bajo aquél lugar especial y contaría cada gota hasta su regreso.

Siempre con sus botas rojas y su gabardina beige, como una Penélope contemporánea, aguardaba la llegada de su amado mientras veía pasar los días en las calles de la capital francesa. Niños que iban en triciclo comenzaban a ir en bicicleta, luego pasaban a la moto, y de la moto, al coche. Y Clara seguía debajo del mismo balcón, esperando a la misma persona, y las nubes grises pasaban a ser negras, para luego volverse blancas. Era entonces cuando Clara volvía a casa. Ya no se centraba en esas pequeñas cosas que la hacían feliz, ya no rodaba por su cama e incluso su gata se había ido sin que ella se hubiese dado cuenta. 

Porque ella seguía esperando a su caminante, a su Ulises particular.

Algunos dicen que Pierre se casó, que conoció a una actriz y se fue a vivir con ella a Montecarlo. Otros comentan que murió en un trágico accidente de avioneta, o que era contrabandista y lo metieron en la cárcel. Pero realmente nadie sabe qué fue de él. Lo más probable es que se cansara,  se olvidara de ella y prefiriera vivir Paris al sol, antes que bajo nubes cenicientas.

Han pasado muchos años, pero Clara sigue ahí, debajo del balcón. La gabardina ya está ajada, las botas están rotas y han dejado de ser rojas para convertirse en un extraño híbrido anaranjado. Cuando llueve mucho, los coches que pasan por su lado la salpican y la cubren de barro. Su pelo ahora es canoso y, los ojos, que un día fueron vivos y alegres, hoy están cansados. Se han vuelto grises, como las nubes que ella tanto ama.

Le preguntan a qué espera, si no se ha dado cuenta, después de tanto tiempo, de que él no volverá. Ella solo sonríe. Sabe la respuesta. 

Pero es en esos momentos, cuando las gotas resbalan por sus mejillas y se confunden con las lágrimas que ya no es capaz de expresar, cuando su raído corazón vuelve a sentirse parte de algo. Y su triste ropa vuelve a estar nueva, y es joven, y no le importa llevar (o no paraguas). Y tiene sueños, y fuego en los ojos, y el alma se le ensancha y se le llena de un sol imaginario que hacía mucho que no le daba calor. Y las botas vuelven a ser rojas.

Y puede permitirse el lujo de soñar con las noches parisinas, con las montañas preciosas y con la hierba magenta.

Sí, dicen que no hay nada más bonito que los días grises.

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