Recordaba con claridad cada lunar de su espalda.
Miles de horas, mientras Carlos dormía y ella era víctima de su característico insomnio, se entretenía en contarlos. A ratos estaba tanto tiempo en la misma postura que no se daba cuenta de que empezaba a hacer frío y tenía que apretujarse entre las sábanas y él para tratar de conciliar el sueño. Por la mañana, cuando se despertaba, tenía la sensación de volver a percibir su olor, pero entonces se giraba y comprobaba que estaba sola.
Había veces que lloraba. Lloraba mientras se levantaba, mientras se preparaba el café, mientras cogía el gel de ducha...lloraba incluso cuando reía.
Y no entendía por qué.
Hacía tiempo que se había planteado qué narices estaba haciendo con su vida y por qué tenía que ser un "nosotros" cuando quizás ella era más feliz siendo un "yo".
Creía que él le gustaba. Creía que le gustaban sus ojos transparentes, sus sonrisa de crío, su manía de morderle el cuello cuando estaban jugando, la forma en la que la agarraba de la cintura cuando buscaba seguir besándola lejos de los demás...y sobre todo, creía que le gustaba pasar noches en vela numerando sus lunares.
Nunca existieron los "te quiero" para ellos. Al principio pensaba que era porque sus sentimientos eran tan obvios que no hacía falta, pero con el paso del tiempo llegó la conclusión de era precisamente por su ausencia.
Se sentía sola, muy sola, y él había aparecido en el momento oportuno. En muchas ocasiones se sentía culpable porque temía haber estado utilizándole... pero luego comprobaba que el sentimiento era recíproco, que él tampoco se entregaba totalmente y que lo único que buscaba era esconderse de si mismo por miedo a encontrar un monstruo, una parte desconocida para él y a la que ella no temía. Quizás esa sensación de soledad y de temor al futuro era lo que les había unido. Pero no era suficiente.
Ella quiso enamorarse muchas veces. Enseñarle que podían crear juntos algo maravilloso, utópico y perfecto. Y en el fondo sabía que no era verdad.
Después de una temporada, sus conversaciones comenzaron a resultarle monótonas, carentes de significado. Él ahora le parecía vacío, inservible, como un muñeco roto. Y sabía que él la miraba con esos ciertos aires de superioridad de quien se considera invencible por no sentir nada.
Habían pasado dos meses desde que todo se había acabado, y ella no podía evitar acordarse de él a cada momento. Cada película que veía, cada canción, cada anécdota que le contaban. Se obsesionaba y se preguntaba si cabría la posibilidad de que se hubiese enamorado de un ser imaginario que ella misma había ideado para no sentir el agridulce sabor de la soledad. Echaba de menos que el corazón se le acelerarse al verlo; que todo le pareciese maravilloso; el soñar con los lugares increíbles a los que viajarían; las camas que romperían y el escribir cursilerías en su blog a las dos dos de la mañana. No le echaba de menos a él, echaba de menos querer.
Y tenía miedo de que nadie la quisiera ya nunca, y que ella no pudiese nunca querer a nadie más de lo que se quería a ella misma.