Prólogo

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Al fin, el momento había llegado. Después de tantos años en espera, creyendo que quizás ni siquiera sobrevivirían para presenciarlo, estaba ahí. Ella estaba ahí.

Su madre, la madre de todos los presentes, la madre de las próximas generaciones. La cabecilla de la raza entera.

Era resplandeciente, todo de ella era bello. Tan admirable y roba alientos. El latido de su corazón, el más fuerte y atractivo que alguna vez pudiesen haber escuchado, retumbaba en los oídos de los presentes, y quizás, de quienes no estaban, también. Sus ojos, desprendían una fiereza única, brillante como ninguna. Su piel, ¡su piel! Pálida, pálida como si de un baño de tulipanes blancos se tratase.

—Hijos míos...

Y su voz... Oh por Dios, su voz era magnífica. Tan fuerte y decidida, pero a la vez, tan dócil y adorable.

—Siento que no os veo desde ya hace mucho tiempo —y en efecto, así era—. No sabéis cómo os he extrañado.

Era claro que muy pocos, o quizás ninguno de los presentes nunca antes había visto a la Madre, y aquella era la primera vez para ellos. Ya que habían pasado muchas décadas desde la primera visita de la Madre, y la actual era recién la tercera.

—Puedo contemplar que nuestra raza ha aumentado en cuento a integrantes. Me enorgullezco —sonrió de medio lado y alzó un poco la cabeza hasta quedar mirando al cielo.

El cual aquella noche se encontraba completamente limpio. No había ningún rastro de la luna ni las estrellas. Estaban en tiempos de Luna Nueva, por lo que la misma no se reflejaba en el cielo.

—Como quizás sabréis, si me encuentro aquí no es sencillamente por visitarlos —suspiró con un aire triste—. Tenemos... Hay... Un inconveniente, algo que me tiene demasiado inquieta y es por ello que hoy estoy aquí.

Ante esas palabras, la incertidumbre se alzó. Inclinando así a una mujer, joven, a cuestionar a la Madre.

—¿A qué se refiere con eso, Madre? —logró pronunciar, pero con un evidente nerviosismo.

Lo que provocaba la Madre en los Lobos era indescriptible. Les cortaba el aliento y era como si les suspendiese la voz por un largo periodo de tiempo.

La Madre dirigió su mirada hacia aquella joven, de repente, algo en su mirada cambió, se le veía sorprendida. Se acercó con cautela, como si la muchacha fuera lo más delicado que alguna vez había visto.

—Llevas a una niña en tu vientre... —respondió la Madre, encantada de observar y escuchar el suave latido del corazón de la pequeña criatura que empezaba a crecer en el vientre de la mujer.

La sorpresa en el rostro de aquella joven fue inmediata. Incluso llevándola al temor.

—¿Qu-... Qué? No, está equivocada... —tartamudeaba, la simple idea la aterraba— No... ¿Usted... Está segura, cómo podría saberlo?

—Es... Asombroso —la voz de la Madre era suave y adorable. Después de unos instantes, volvió su mirada hacia el rostro de la mujer, quien empezaba a derramar lágrimas.

Las limpió con uno de sus pulgares y acarició la mejilla de la contraria. Aquel tacto le brindó un poco de calma. Continuamente llevó ambas manos al vientre un poco curvado de la chica. Cualquiera podría confundir ese bulto con haber subido de peso, pero ése no era el caso.

—Estás asustada, ¿por qué? —preguntó extrañada aún con sus manos en el mismo lugar.

—... Eso no debe ser así... Madre, ¿qué va a ser de mí? —respondió la jovencita con un hilo de voz.

—No te pasará nada, ¿por qué deberías preocuparte? —soltó con seguridad y retiró sus manos—. Tienes mi bendición. Tú, tu hija y toda tu familia.

Todos los presentes observaban la escena, intrigados pero asombrados por las palabras y acciones de la Madre.

—Cuida de ella. Y ellos cuidarán de ti. 

Fue lo último que pronunció la Madre respecto al tema. Al momento volvió su atención al resto de sus hijos, teniendo que girar su cabeza para verlos a todos.

—¿Ellos...? —se cuestionó a sí misma la mujer.

—¡Arriba, hijos míos! —levantó ambos brazos de sus costados— ¡Rugir y demostrarme, demostraros de qué estáis hechos! Y jamás, jamás os rindáis. No seáis unos cobardes.

La brisa empezó a hacerse más fuerte, moviendo bruscamente las hojas caídas, las de los arboles y el césped del campo.

Todos y cada uno de los lobos presentes tomaron su forma predicha, rugiendo con fiereza y seguridad hacia la Madre, quien sonreía con lealtad a su raza.

La siguiente y última en transformarse fue ella, en compañía de la mujer que había bendecido. Una loba de salvaje y bello pelaje blanco, inmensa y majestuosa. Al lado de la pequeña –a comparación de ella– loba de pelaje marrón, que empezó a rugir y aullar junto a toda su raza. Haciendo honores a su Madre...”

La Madre de los Lobos.

Junio 26, 1979. Noche de Luna Nueva.

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