Capítulo 1: Mi oficio.
Siglo XVI, Londres, Inglaterra
La primera vez que robé apenas tenía 7 años. Podía sentir el sudor frío en las manos, la angustia, el temblor de las piernas y el nudo que se formaba en mi garganta lentamente, todo esto se vería sustituído por un sentimiento de calma y paz interior una vez que hubiera introducido mi pequeña y ágil mano en el "bolso" de la señora pelirroja, menuda y sonriente que se encontraba en el tercer puesto de la interminable fila de señoras impacientes para comprar su regalo de Navidad (probablemente a sus parejas sentimentales o simplemente a alguien que apreciaban lo suficiente como para empezar una relación, o a su familia) y hubiera logrado sacar minuciosamente la bolsa con monedas que este contenía.
Era el momento perfecto, nunca lo había hecho antes y no fallaría la primera vez que lo hiciera. Me acerqué sigilosamente a la fila de mujeres, esta actitud no duraría mucho, pues, una vez lo suficientemente cerca empecé a gritar "Beth", y luego añadía "Mamá, ¿dónde estás?" Dando a entender así que la estaba buscando. Todas las mujeres me miraron desconcertadas, algunas murmuraban: "Pobrecillo, se habrá perdido" y otras expresaban su desasosiego al saber que tal vez no la encontrara entre la multitud.
"¿Will, estás ahí?", respondió una chica al otro lado de la cola. Era mi amiga Jen. Habíamos practicado esta estrategia unas cuantas veces antes de llevarla a cabo. "Disculpenme, disculpenme", decía mientras me abría paso justamente entre la tercera y cuarta mujer de la fila, la tercera me daba la espalda por lo que fingí que me había tropezado cuando en realidad estaba robándole la bolsa con las monedas. Ella me ayudó a levantarme, como era de esperar, y en ese instante de confusión me metí la bolsa en la bota y luego dije. "Gracias, señora", con una sonrisa burlona.
Cuando nos alejamos lo suficiente como para que alguien pudiera alcanzarnos Jen preguntó: "¿Por qué lo haces? No lo necesitas". Llevaba razón, siempre la tenía. Yo, William Cromwell era el hijo pequeño de una familia de nobles, de ascendencia irlandesa e inglesa. Vivíamos en Londres, en un castillo situado a las afueras. Mi padre era duque y mi abuelo conde, todo mi linaje era de alta clase social y manteníamos buena relación con el rey, más que nada porque nadie quería salir perjudicado.
"¿Por qué robo? Tal vez por diversión o por aburrimiento", dije con un tono sosegado. "Estás completamente loco", respondió Jen. Sus ojos verdes siempre me habían resultado fascinantes, eran como las plumas de un ave real macho, ese color verde oscuro pero con un cierto brillo peculiar, en cierto modo, nunca había sabido muy bien como describirlos. Por fin contesté con una sonrisa: "Todos lo estamos un poco".
Cuando llegamos al castillo donde residía, nos despedimos con un saludo y ella salió corriendo. No vivía muy lejos de allí, su padre también era duque, un hombre apuesto y honrado, el sueño de toda dama de mi época pero él, imparcial, no aceptaba a ninguna mujer desde que la suya murió en el parto de su segundo hijo (después de Jen). El niño murió con ella y el padre, desolado por la pérdida de su amada y del niño que llevaba dentro, se retiró a llorar su muerte durante dos meses, a una torre, la más alta. Transcurrido este largo y penoso periodo, volvió a ocuparse de su hija aunque ya nunca recuperaría la jovialidad y amabilidad de antaño. Se podría decir que había cambiado para siempre. Jen también.
Nos habíamos criado solos, es decir Jen y yo. Crecimos juntos y compartimos todos nuestros secretos. Nuestros padres estaban demasido lejos en el tiempo de nuestro pequeño mundo imaginario que logramos crear, lleno de fantasmas y dragones. Altos castillos y lugares secretos. Su padre se lamentaba por la muerte de su esposa e hijo y los míos tenían mejores asuntos que tratar o se preocupaban más por concertar los matrimonios de mis hermanos mayores con bellas damas de tierras desconocidas y riquezas muy amplias.
Aprendí a robar sigilosamente, con cuidado de no ser descubierto. Muchas veces pensaba por qué era yo diferente. Por qué lo hacía cuando tenía todo con lo que un chico de mi edad pudiera soñar. Tal vez lo hice por desesperación o venganza. Nunca lo supe hasta años después, cuando estuve en el 47 de la calle Walbrook, solo entonces comprendería por qué mi destino tomó esa dirección y por qué mis ganas de robar llegaban hasta límites insospechados.