Prólogo

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La nieve caía lentamente, cubriendo todo el bosque de una fría y gruesa capa blanca

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La nieve caía lentamente, cubriendo todo el bosque de una fría y gruesa capa blanca. El sol apenas comenzaba a salir. Los primeros rayos asomaban por entre las montañas mientras el cielo cambiaba su negrura nocturnal por el pálido azul de un amanecer de invierno. A lo lejos podían escucharse los cantos de las aves al despertar. 

Las pequeñas botas de Aricia se hundían dentro de las huellas que su padre dejaba tras de sí. Ella, entre juegos y saltos, luchaba por alcanzar su paso. 

Después de un par de horas de caminata, en las cuales se adentraron más y más en el bosque, Adbeel Wildemere se detuvo frente a una cueva, cuya entrada apenas podía distinguirse entre el follaje de la montaña.

Aricia se detuvo justo antes de chocar con la pierna de su padre cuando él se inclinó hacía ella, quedando a su altura. Apartó los finos mechones rubios que se enrredaban en el rostro de su hija y los colocó detrás de su oreja antes de tomar su mano

—Ahora, cariño, te enseñaré por qué te he traído aquí. No te sueltes de mí, y lo más importante —sonrió con el rostro lleno de seguridad—... no tengas miedo. 

La niña le aseguró que no estaba asustada a pesar de que no sabía por qué razón se encontraban en ese lugar o qué era lo que él quería mostrarle. No tenía miedo, si estaba con su padre nada malo podría sucederle.
Así que se aferró con más fuerza a su mano y juntos se adentraron a la cueva apenas iluminada por la luz del amanecer.

Por un momento, Aricia pensó que quizá su padre estaba tomando un atajo hacía lo que quería mostrarle en realidad, ya que la oscuridad de la cueva parecía interminable a medida de que avanzaban. Él se detuvo cuando su camino se vió interrumpido por enormes piedras que parecían haberse derrumbado en el interior.

Aricia se sintió decepcionada. 

—Ya no hay más camino —suspiró, dando un tirón a la mano de su padre.

Él no dejó de sonreír.

—Espera y verás. Siempre existe una salida… y una entrada.

Adbeel se acercó a una de las piedras que casi lo igualaba en tamaño y con un poco de esfuerzo la hizo a un lado, liberando una intensa luz azul cegadora. Aricia tuvo que cubrirse sus ojos.

—Anda, entra —le indicó su padre antes de ayudarla a descender hacía el ahujero donde emanaba la luz.

Con cuidado, bajó por las rocas y cuando pisó el suelo, quedó maravillada por el paisaje subterráneo que tenía delante de sí. 

Supo casi de inmediato que se encontraban en una de las minas de los famosos cristales de elohim por los relucientes e interminables cuarzos que surgían de la roca por todas partes.

De diferentes tonalidades de azul, tan claros, casi transparentes, hasta azules casi violetas; de todos los tamaños, prismáticos. Cada uno de ellos emanaba un brillo majestuoso, que inundaba la cueva de un aire místico, justo como muchas veces antes las había imaginado. 

Aricia y el Ejército Blanco © | EN EDICIÓNDonde viven las historias. Descúbrelo ahora