VIII. La casa.

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Marco y Sergio encabezaron el grupo hasta la iglesia de Santa María de Gracia, iglesia muy conocida en Cartagena por salir desde la misma las procesiones de la Semana Santa de la ciudad, declarada de interés turístico internacional.

―Y a pesar de ello―decía siempre Laura, enfadada, cada vez que salía el tema― solamente sacan Sevilla, Sevilla y Sevilla por la tele, como si no hubiera también procesiones muy buenas aquí...

Pero ahora la cosa estaba en algo que nada tenía que ver con las procesiones de Semana Santa. Esto se trataba de un grupo de vampiros que pretendían transformar a cuantas más personas, mejor. Y ellos estaban en la lista.

―No he entrado en una iglesia desde hace... buf, ya ni me acuerdo―dijo Marco, enfilando la puerta de entrada.

―Pues anda que yo... porque mi sobrino se bautiza en abril, que si no yo tampoco voy―comentó José Antonio.

―¿Creéis que es momento para ponerse a hablar de cuándo vais a la iglesia o dejáis de ir?―preguntó Sergio―. Tenemos algo más importante que hacer.

―Sí, ya. Entrar, buscar a los vampiros e irnos―dijo José Antonio, aburrido, lanzando al aire su estaca―. Pero no sé por qué, en una iglesia creo que no van a estar.

―Sé positivo, hombre―dijo Héctor―. A los tipos estos les horrorizan los crucifijos, pero en una iglesia pueden entrar.

―Es verdad―intervino Juanjo―, es lo más parecido a un madridista solitario en el Nou Camp el día del clásico animando a su equipo...

―¿Queréis dejar de decir gansadas?―preguntó Sergio en voz baja, entrando ya en la iglesia―. Anda, ayudadme a encontrar algo por aquí, por triste que sea.

Recorrieron los pasillos del templo. Pero no había nadie allí. Estaba todo vacío. Solamente el sacristán. Y tenía poca pinta de vampiro.

Por otra parte, Laura encabezaba el grupo de Rafa hacia la casa perdida en mitad de la nada. Un sitio a priori más peligroso, según decía.

―Hay muchas posibilidades de que en este sitio haya algún vampiro neonato escondido―dijo Laura, que agarraba una ballesta con una flecha de punta de madera de pino.

―Pues el campo es un lugar perfecto para vivir y olvidarse del mundo―decía Lucas―. Te levantas, desayunas, ordeñas las vacas, limpias los establos, vas al corral a ver a las gallinas, ¡eso sí que sería buena vida! ¡Tú y los animales!

―Para animal ya estás tú―le espetó Irene.

―Oye...―protestó Lucas.

―¡Ni oye ni nada! No te creas que se me ha olvidado tu jugarreta en el callejón.

―¡Pero qué ganas tengo de acabar la carrera e irme por lo menos a Tenerife para perderos de vista a algunos!―exclamó Rafa―. ¡Callaos ya la boca! Mira, allí está la casucha.

ADICT I: Tsunami (Parte 2)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora