Itangast " el rojo "

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" Uno, dos... tres... y cuatro, cuatro enanos grasientos que tienen el detalle de agasajarme con su presencia ".
Aún sin abrir los ojos ya conocía Itangast a sus visitantes, le encantaba aquél juego pero en muy contadas ocasiones podía disfrutar de él.
Era su olfato muy delicado y fino, tan escrupuloso y sensible que ya hubo detectado a los intrusos incluso antes de que pusieran sus sucias manos sobre alguna de sus monedas.
No eran frecuentes los visitantes que osaban adentrarse en su guarida, y casi siempre eran errantes extraviados en el Brezal Marchito quienes interrumpían su largo letargo. Pero olía el gran gusano la tensión en sus cuerpos y escuchaba sus armas y armaduras avanzar con cautela, no, no eran estos vagabundos perdidos buscando un techo en el que refugiarse del frío y la lluvia.
" Umnn guerreros khazad en busca de mi tesoro, quizás de Nogrod o puede que de más al sur, de Khazad-Dum... " pensaba mientras ansioso husmeaba el aire.

Desconocía la criatura que el imperio de Durin había sucumbido hacía siglos bajo la llama de un balrog y que Nogrod ya solo era un recuerdo en la memoria de los hijos del Hacedor. Púes era aun joven cuando Itangast arribó a las Montañas Grises huyendo de antiguas batallas y jóvenes eran también las Ered Mithrim donde se refugió.
Y reunió en su guarida un gran botín de oro y joyas sobre el que el dragón descansaba durante décadas, porque era Itangast el más perezoso entre los grandes gusanos.
Cansado se durmió sobre su lecho dorado y en su profundo sueño transcurrieron decenios, y más aún, pues durante siglos y oculto reposó Itangast en su cueva.
Más cuando despertó ya no era joven el dragón y su largo cuello desembocaba en una enorme panza anaranjada de donde amanecía una cola monstruosa que por completo lo rodeaba, tan inmenso y descomunal que por donde entró a su escondite ya no podía salir.
Y así el gran gusano se vio encerrado en su eterna prisión de roca y oro, furioso golpeó la montaña y esta se estremeció y retumbó pero jamás lo liberó encerrándolo en sus entrañas.
El mundo se olvidó de él y él solo conocía un mundo que ya no existía, castigado por su holgazanería para todas las edades de Arda hasta que ya no hubieran más años que contar.

Y mientras escuchaba a los ladrones acercándose imaginaba el cielo azul sin paredes que lo custodiaran. Un dilema surgió en su mente, sus tripas tronaban con el hambre de diez mil enanos púes ya no recordaba su último bocado pero quizás, de algún modo ellos podrían abrir su pétreo calabozo.
Y pacientemente, aún con sus ojos cerrados, aguardó Itangast para que aquellos pobres incautos se adentraran más y más en sus dominios, allí donde la roca fue golpeada y calcinada por el hálito del dragón, allí de donde nadie escapaba, su mundo y su celda era la guarida de Itangast " el rojo "...

Sintió el fuego de las antorchas iluminándolo y más fuerte el olor de los naugrim acercándose, y murmuraban sin miedo en la voz tramando a su alrededor, furtivos en la oscuridad y creyéndose a salvo en el sueño del enorme dragón que contemplaban.

Y cegándolos de un intenso dorado brillaba el oro de las monedas y las joyas que bajo la panza del gusano se extendían hasta el último rincón de la inmensa cueva. Más entre el hipnótico resplandor amanecía un plateado majestuoso, tan frío y deslumbrante que la plata a su lado oscurecía sin valor púes de mithril forjadas habían allí armaduras y armas, tan hermosas y refulgentes como mil fraguas ardientes bajo la montaña.
Henchidos de codicia subestimaron los enanos al guardián dormido, a pesar de su tamaño, a pesar de sus fauces y garras e ignorando habladurías y leyendas sobre los uruloki y su astucia más se adentraron en la caldera de Itangast.

" Si así mis pequeños invitados, aass mis bolas de carne grasienta " e inhaló profundo saboreando el aroma, recreándose en la tentadora fragancia que casi había olvidado, y de placer un cosquilleo lo recorrió por completo.
" Eso es, acercaros que me deleite, enanos avariciosos, ladrones de la piedra y su fruto, venid a mí ".
Y tras sus párpados cerrados calculaba Itangast cuán de lejos estaban de la estrecha gruta por donde no los podría seguir, el único camino por donde podían escapar y la razón de su sempiterno encierro.
Muy bien los conocía, ya había luchado antes contra ellos y con que atrapara a solo uno de ellos los otros jamás lo abandonarían a su suerte.
Y así relamiéndose pero sin relamer, durmiendo pero sin dormir y mirando aún sin observar aguardaba complacido su momento.
Ya sentía el aire fresco acariciando sus escamas y en sus pulmones el fuego prendiendo de nuevo libre, ya imaginaba el ocaso y el alba en el horizonte y el humo disipandolo... Ya respiraba su libertad y sí esa llama se apagaba por lo menos silenciaría su tripa acallando su lamento.















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