I.

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Las notas danzaban en la habitación. Sus manos se impulsaban por una pasión ciega que lo hacía olvidar donde estaba. Podía respirar la frescura de la hierba en una tarde de verano. Podía sentir como su música lo llevaba a un lugar lejos de la habitación sucia y vieja. El violín clamaba, y Nicholas clamaba con él.

El sol ardía en el cielo casi despejado. Los reflejos de sol lograban atrapar rizos castaños de Nicholas, el astro se desperezaba para otro día más.

Los ojos cerrados, el arco deslizándose en las cuerdas, la cabeza inclinada sobre el pequeño, pero delicado instrumento. Contuvo el aire cuando sentía como las notas iban subiendo de tono y velocidad, hasta alcanzar el punto donde terminaba perdiendo el ritmo, y arruinando la melodía.

Las manos temblaron y el arco terminó por inclinarse mal en las cuerdas, la música cayó como una olla de barro en el suelo. Nicholas abrió los ojos sintiendo el pecho correr deprisa. Otra vez se había equivocado. No importaba cuantas veces práctica siempre terminaba por fallar en esa parte. Frunció el ceño y suspiró cansado dejando el violín y arco sobre la mesa.

Se sentó sobre el viejo mueble, y restregó su rostro en sus manos. Los ojos amenazaban con dormirse, y el cuerpo cansado reclamaba un descanso. Las manos continuaban temblando, no fue una buena idea practicar toda la noche.

De repente cayó en cuenta en la luz del sol que entraba descaradamente por sus cortinas. Buscó su reloj, y con el corazón entre los dedos salió corriendo a su habitación. Tenía trabajo en menos de veinte minutos.

Salió aprisa de la casa, apenas enrollando la bufanda que se les escapaba. Para suerte de él, alcanzó a tomar el último tren. Aquella mañana de 1920 había sido más agitada de lo que pensaba.

Y cuando llegó a su trabajo, el día no pudo tornarse más gris. Tan lejos del paisaje que prometía su violín. Con su traje gris de contador, con todos los demás contadores de traje gris. No en el sentido literal de la palabra, pero una persona que pasaba día a día en un trabajo sumamente aburrido, entendería la referencia de un día gris.

Y la tarde se marchitó en eso. Sellar papales, leer documentos, sacar cuentas, hacer diagramas, perdidas, ganancias, agentes pasivos, activos. Recursos humanos, recursos financieros. Una montaña de cosas que lo aplastaban y consumían toda su energía.

Estiró los dedos, sintiéndolos entumecidos de tanto utilizar la máquina de escribir.

—Nicholas, alguien vino a verte. — murmuró un compañero de trabajo entrando al lugar. Solo quedaban unos pocos contadores utilizando las máquinas. El atardecer se filtraba por las ventanas, y solo escuchaba algunos tecleos de los trabajadores. Nicholas lo miró confundido.

—¿Te dijo quién era?

—Dijo llamarse Gabriela.

Asintió y dio las gracias por la información antes de salir de allí. Para suerte de su hermana, había terminado ese día a tiempo el trabajo. Había días que tenía que quedarse hasta el anochecer, o hasta que un guardia lo sacaba de allí. Esos eran los peores días.

Una suave ventisca fría lo recibió cuando cruzó la puerta. Se acomodó su abrigo y miró a la mujer frente a él. Distraída, mirando el sol cobijarse entre los edificios, con un abrigo largo y aquel sombrero gracioso que parecía tan atractivo a las mujeres. Cuando lo miró, una sonrisa se extendió en su rostro.

—¡Nicholas!

Tan cariñosa como siempre se acercó a abrazarlo, y Nicholas recibió el abrazo de buena gana. Cuando se apartó de su hermana mayor lucía igual de radiante y energética que cuando era la pequeña niña con vestido que corría de aquí para allá.

La Maldición Del EscritorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora