Capítulo 20: Citas

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Minerva se encontraba sentada frente a su tocador, mientras se aplicaba rubor en las mejillas, cuando uno de sus pequeños retoños entró a la habitación.

—¿Ocurre algo, Pierre? —preguntó al pequeño de escasos diez años.

—La niña nueva se burló de mi —explicó el niño, caminando hasta su madre—. Dice que parezco enfermo. —Minerva se giró hacia su hijo, para sonreírle con dulzura—. Mamá, ¿por qué mi piel es tan fea?

—No es fea, simplemente tenemos una piel ligeramente más pálida que los demás —contestó Minerva con una sonrisa.

—Seremos mis hermanos y yo. Tu piel si es hermosa, mamá.

—Es igual a la tuya. —Para que el niño creyera en sus palabras, Minerva tomó con delicadeza la mano de Pierre y la puso junto a la suya, para que el pequeño comparara.

—¡Son iguales! —exclamó incrédulo.

—Te lo dije.

—Entonces, ¿por qué yo parezco enfermo y tú siempre te ves tan linda?

Minerva cargó al niño y lo sentó en su regazo, poniendo a su alcance los numerosos cosméticos que había frente al espejo.

—Mi piel se ve bella y fresca, porque utilizo toda clase de cremas y maquillaje, por ejemplo, este tarrito blanco es para darle suavidad y frescura al rostro.

Los ojos del pequeño se maravillaron ante la variedad de productos, y volviendo su sonrisa esperanzada hacia su madre, preguntó:

—Cuando sea grande, ¿me enseñarás a usarlos?

La mujer ladeó la cabeza, divertida.

—Bueno, no es algo propio de los niños, pero si quieres, lo haré.

La voz de Minerva le explicaba al pequeño el funcionamiento de las diferentes cremas y químicos, mientras que la cortina de gaza blanca se mecía suavemente, dejando entrar una brisa cálida a la habitación. El dulce sonido de la voz maternal se fue alejando poco a poco, hasta que se perdió.

Cuando Pierre abrió los ojos, en la cama de aquel hospital, el chico sonreía con nostalgia; sonrisa que se perdió poco a poco, mientras su ensoñación se desvanecía, para dar paso a su cruel realidad en nuestra Señora de las Tierras.

Pierre comenzó a retorcerse las manos con nerviosismo, a la espera de la gran ballena negra, quien le traería su anillo de plata. Su cara se iluminó con una sonrisa al ver que la puerta se abría, pero en lugar de ver la obesa cara de Anetta, fue la fina figura de Diáspora la que entró.

—Diáspora —musitó, desviando la mirada, apenado del deplorable aspecto que debía ofrecer, con todas esas manchas rojas en su piel, su cabello desordenado y embutido en aquella bata que lejos de realzar su figura, lo hacía ver delgado en extremo.

La cara de la castaña de mostró afligida y con pequeños pasos, se acercó hasta pararse junto a la cama.

—¡Ay, Piercito bobito! —exclamó entre sollozos francamente fingidos—, vengo a pedirte perdón por este terrible malentendido.

Pierre levantó la cara, extrañado ante el comentario.

—¿Cómo dices?

—Me acabo de enterar de que, bueno; de que todo fue una confusión —confesó la castaña.

Pierre se hizo a un lado para permitirle a la chica sentarse en el filo de la cama. Como ese día no había clases, Diáspora vestía una blusa rosa que armonizaba con su falda café de lunares blancos, eso aunado a sus medias negras, sus zapatos de bailarina y su enorme moño blanco le daban una imagen infantil y casi dulce.

Los MalcriadosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora