Capítulo 8: Una falda dañada

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Mientras Julius revisaba las diferentes instalaciones del palacio Alfa y Pierre se perdía embelesado, entre los aparadores del jardín Esmeralda; Gabriel miraba con admiración, el enorme teatro del colegio que anunciaba orgulloso la obra de "La cortesana limosnera", para el siguiente mes.

A pesar de su naturaleza tímida, Gabriel sentía atracción por los disfraces, las caracterizaciones y la actuación, sin que el joven entendiera porqué, parecía que cualquier cosa que lo alejara de ser el mismo era una mejor opción.

«Debe ser genial actuar aquí », pensó Gabriel para sus adentros, «pero, mis hermanos se burlarían si supieran que me interesa la actuación». De pronto, el trillizo sintió un escalofrío recorrer su espina dorsal, al recordar que Cecil era la maestra de artes «Debe ser horrible trabajar con ella», pensó el chico.

Una vez más, Gabriel echó a caminar. Sin pensarlo, había dirigido sus pasos al jardín Esmeralda, para ser más exactos, al Emporio de la moda, y pensando en saludar a Vera, su rostro se adornó con una sonrisa. Pero, al entrar, miró que la chica se encontraba en compañía de otra joven, la profesora Cecil, y la profesora Edna. Disimuladamente, Gabriel se acercó por detrás de unos maniquíes, para escuchar que ocurría.

—Yo estoy segura de que la falda venía con ese horrible corte —se quejó la alumna de cabello castaño, mientras sacudía una falda tableada de color amarillo chillón en su mano.

—¡Pero si la compraste la semana pasada! ¿Por qué vienes a reclamar hasta ahora? —replicó Vera—. Además, yo estoy casi segura de que iba en perfecto estado.

—Pues eso resuelve todo sin lugar a duda alguna —exclamó la profesora Cecil en tono jovial—. La señorita Vera está casi segura, mientras que la señorita Diáspora está completamente segura. Es sencillo a quien hay que darle la razón, ¿no cree, profesora Edna? —La aludida asintió, mientras ocultaba su sonrisa tras su abanico.

—¡Es que la falda iba bien! —se volvió a quejar Vera—, estoy segura de que ella la dañó para molestarme.

—¡Vera Fontaine! —exclamó Edna, en tono enérgico, mientras apuntaba a la chica con su abanico abierto, como si quisiera degollarla con él—. ¿Tienes pruebas de lo que dices? ¿Testigos al menos?

—No —contestó Vera, agachando la cabeza.

—¡Entonces limítate a no hacer esas acusaciones tan feas y de mal gusto!

Cecil puso su mano en el hombro de Vera y con un tono dulce y maternal, le dijo:

—Cambia la falda dañada por una nueva, Vera. Y esta vez, revisa que esté en buen estado, para evitar estos desagradables malentendidos. —Vera suspiró con frustración, tomó la falda de la chica y se dio media vuelta rumbo al almacén, ante la sonrisa triunfante de la alumna Diáspora—. Vera... —le llamó Cecil de nuevo—, entiendes que el costo de la prenda dañada se descontará de tus créditos, ¿verdad?

—Sí, profesora Cecil —musitó la chica de muy mala gana, perdiéndose tras la puerta del almacén.

—¡Es increíble que se ponga así de insolente después de lo que hace! —se quejó Edna—. Y en cuanto a ti, Diáspora querida, ¿cuántas veces te he dicho que revises minuciosamente todo lo que venga de un omega?

—Lo siento, profesora Edna, es que tengo demasiada fe en la humanidad —respondió la chica, apompando el moño de su cabeza.

—¡Demasiada! —coincidió Edna, mientras se abanicaba.

Gabriel rodeó a las mujeres procurando no ser visto, colándose en el almacén.

—Vera —llamó el trillizo a la chica.

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