Es un poco tarde para decirte todo lo que siento en esta inútil carta que se convertirá en cenizas, pero es lo único que puedo hacer después de aceptar mi destino ya sellado por las llamas.
Nacimos almas gemelas, inseparables, inquebrantables, desde ese día que me hablaste por primera vez para preguntar sobre el libro que estaba leyendo. Conversamos por mucho rato y desde allí jamás me pude imaginar con otra persona, ni a ti con otra que no fuera yo.
Te quería ver con una sonrisa siempre, por eso muchas veces me frustré cuando notaba que habías llorado en el baño o te descubría limpiándote alguna lágrima disimuladamente, evitando que alguien te viera.
¿Acaso no te hacía feliz?
Comencé a llevarte secretamente flores todos los días. Te invité al cine muchas veces, o a tomar un helado los fines de semana. Buscaba que nuestro amor no se apagara.
Pese a todos los esfuerzos, ni tu mirada, ni tu sonrisa, ni tus gestos hacia mí fueron de alegría. Nunca. Te sentía cada vez más distante. No querías hablarme y ni siquiera apreciabas las flores que te regalaba.
Un día exploté...
Me encontré parado frente al basurero de mi oficina, contemplando las flores que te había dejado en tu mesa en la mañana. Mis manos se endurecieron.
Corrí a buscarte, hice que te arrodillaras en el suelo frente a las flores despreciadas y te las di a engullir una por una, mientras tratabas de liberarte sollozando.
Todo se oscureció... Sólo recuerdo darte con los puños sobre el rostro, con tanta fuerza que gritaba en cada golpe, como liberando mi amor incontrolable por ti, porque eso es lo que era, nunca dejé de amarte, quiero que lo sepas, pero era insoportable para mi no hacerte feliz.
Cuando vi mis manos ensangrentadas, me paralicé. Tú ya no gritabas, no intentabas huir, y eso, por unos segundos, me hizo sentir aliviado y te abracé, te besé, mientras tocaba tu cuerpo inconsciente. Tu falda escocesa estaba encogida y dejaba al aire tus calzones, que no pude evitar notar que llevaban unas flores lilas estampadas. Me sentí conmovido, eran como las que siempre te regalaba. Las apreciabas en secreto, pero tenías miedo, siempre fue eso, el temor de enfrentar el qué dirán por amar a tu profesor.
Ahora lo entiendo amor... Demasiado tarde.
Tu cuerpo de pronto se sintió frío, como si hubiera entrado una brisa polar a la oficina. Por suerte ya a esta hora no hay nadie, la última clase termina a las 6 y como estamos en horario de invierno, se oscurece temprano, y todos se van corriendo a casa. A veces tú también lo hacías.
Mi muñequita, tus ojos están paralizados mirándome. No puedo evitar besarte. Estaremos juntos en esta hora final.
Me río ante la ironía que resuena en mi cabeza sobre la llama de nuestro amor y de cómo terminará todo.
Sólo te abandonaré unos minutos para rociar la parafina por todo el colegio, rodeando la oficina donde estás, tan linda, detenida en el tiempo y rebosante de tu belleza infantil.
Te acompañaré en un último abrazo, tal vez una última penetración, en la que esta vez no llorarás, como todas las otras veces, pero sé que en el fondo era el miedo a que te culparan y que no nos aceptaran.
Sí, ahora lo entiendo, por eso dejo esta carta, que si se salva del fuego, hará que todos se enteren que nuestro amor era verdadero y para siempre.
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Cuentos Aleatorios
Short StoryCuentos sin conexión más que las ansiedades, las angustias y los sueños. Foto portada: Extraído del extinto Boletín de Contrapsicología El Rayo que no Cesa. (vía : https://primeravocal.org/mujer-y-locura-de-conchi-san-martin/)