Un día cualquiera

37 1 0
                                    

Cada mañana me levanto y pienso en lo afortunada que soy, de todo lo que puedo hacer, de las ganas de vivir, de la energía de hacer todo lo imaginable. No tengo límites a las 8 am, soy una persona sana, que bebe agua con limón o pepino en ayuna para desintoxicar el cuerpo, que piensa en la rutina de ejercicios que hará en el día, que toma un desayuno con cereales.

Salgo a la calle y un 20% de la batería de mi optimismo baja de golpe, como si el choque con la realidad fuera tan potente al pisar las veredas de la ciudad, que me saca de la imagen ficticia que existía en mi cabeza, de mi mundo, de mi vida. A cada paso se va desmoronando, y mi imaginación comienza a funcionar y crear historias, que dependen de la canción que suene en mis audífonos. Puede haber romance, puede haber odio, puede haber amor, puede existir sexo, podría ser venganza, pero ya al llegar a la oficina, las puertas del ascensor del piso 7 son las campanas que despiertan a mi mente de esta fantasía.

Comienza la jornada laboral, se escuchan los pasos por el pasillo, las conversaciones, los susurros, el incómodo silencio y las miradas hipnotizadas frente a la luz de los computadores. La melodía sostenida de los teclados, de los dedos deslizándose obscenamente por todo tipo de letras, de números, de pantallas. Hablo y nadie escucha, todos absortos en su música, en su trabajo, y es más fácil hacerse presente por chat, porque las voces ya no tienen la fuerza de antes.

Me río de lo que veo en internet, me burlo de noticias infames, me voy a hacer un café, a veces me quedo mirando como la taza se llena de agua hirviendo y derramo un poco, sólo a veces, cuando pienso en qué pasaría si renunciara o si me sacara los zapatos y los tirara por la ventana. Otras veces es mecánico, relleno mi mug y me voy a mi puesto, tomo café, luego té y a las 12 una fruta, cambia según la temporada.

Muchas veces la mañana pasa rápido, trabajando en proyectos y tareas que me interesan, hay otros días que son lentos y mi mente se queda estancada en pensamientos sin sentido, en recuerdos tan viejos que invento algunas partes para rellenar las piezas que faltan en mi memoria. Algunas veces son los sueños de la noche anterior que me persiguen y me acorralan, no salen de mi, buscan manifestarse, buscan realizarse. Otra veces me acecha la tristeza, pendiente de cualquier tropiezo para aparecer y tomar de la mano a mi pesimismo, dando pie a la depresión de mi alma. Los ojos se ponen vidriosos, el corazón se acelera, el pecho se siente oprimido, la mente se siente sin sentido, la vida está frente a ti sin nada que ofrecer y todo lo demás parece ser tan hermoso, pero inalcanzable.

Es la 1 pm, es hora de salir a almorzar, hay opciones: ir al gimnasio y botar malos pensamientos; comer el almuerzo en el puesto y sumirte en tu tristeza; almorzar en la cocina y hacer vida social con tus compañeros para distraerte, o salir de ahí, caminar lo más lejos posible, sentir los pies descalzos en el pasto y la piel de tu rostro tocada por el sol o por la lluvia, según sea la fecha.

Después de elegir y ejecutar alguna de estas acciones, hay que volver a sentarse en la oficina y seguir pensando que sería mejor estar paseando en Islandia para ver las auroras boreales, o terminar aquel informe que se presenta en la reunión del día siguiente.

Me distraigo viendo en Twitter alguna noticia de última hora, o algún video en Youtube que envían los compañeros, me río, lo comento, vuelvo a reír, pero luego viene el silencio y las ganas de salir corriendo, o de seguir con las carcajadas de algún chiste publicado por ahí o conversar de las películas que se estrenan en el año, de mis series favoritas, del libro que estoy leyendo, o comentar el último romance de la oficina.

Sigo trabajando, pero mi mente sigue en el sueño, en el recuerdo o pensamiento negativo que nació en la mañana, o tal vez se transformó o cambió. Antes era peor, antes eran preocupaciones y miedos incontrolables, que provocaban el dolor en el estómago y en el pecho. Antes eran las ganas de llorar y encerrarse en el baño para no salir jamás. Antes, eso era antes.

Ahora, a veces, me quedo encerrada en mi mente, haciendo millones de cosas, pero al cabo de un rato, me doy cuenta que lo estaba imaginando y en realidad miraba el horizonte pegando palmaditas en mis rodillas o haciendo temblar las piernas de forma descontrolada, tanto que la gente te llama la atención, porque les molesta. Mi mamá decía que cuando era niña, me quedaba así por un buen rato y movía los brazos rápidamente, como un ave que se va echar a volar. Sí, quería elevarme, muy lejos, aún quiero.

Son las 7 pm, debo irme a casa. Camino al metro, me deslizo en sus carros con la mente en alguna situación ilógica, en alguna pelea inventada, en algún amorío ficticio, que siempre termina mal, porque a mi mente, no le gustan los finales felices.

Camino por las calles, no puedo negar que algunas veces he estado a punto de que me atropellen, desarraigada de la realidad que me rodea, lo que hace mi imaginación una potente arma mortal en mis manos, pero he aprendido a estar más consciente, algunas veces.

En casa soy libre, y distraigo mi mente con más ficción. Otras veces me acurruco en la vida social, ir a tomar unos tragos, cigarros y una buena conversación, pero siempre llega la noche, sea sola o acompañada, siempre mi mente está funcionando intranquila, incontrolable, no está satisfecha, no busca la paz, y si lo hace, no la encuentra. A veces solo quisiera la orquesta del silencio tocando la mejor de sus obras para mi y que mi mente viera los colores de su partitura eterna.

Cuentos AleatoriosWhere stories live. Discover now