Siete

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— ¿Qué?

La azabache se sobresaltó ante tal repentino comentario por parte de la chica.

— ¿P-por qué...? ¿Por qué no mejor vamos a tu casa? Estoy segura que habrá más espacio para trabajar —balbuceó Ayano.

— Oh... Es que... Unos parientes van a venir de visita y se van a quedar con nosotros esta semana. —Kokona tenía curiosidad de lo que ocultaba Ayano, así que mintió. Tenía que saberlo a toda costa— Por eso sería mejor ir a tu casa.

La azabache se quedó paralizada. No podían ir a su casa, no. ¿Qué iba a hacer si Kokona se enteraba? ¿Y si le decía a toda la escuela? ¿Y si le decía a la policía? No, no, no, no, no. Nadie debía saberlo, nadie. Era un secreto que se tenía que llevar a la tumba. Pero si iban a su casa y él empezaba a gritar... Kokona lo sabría todo.

No podía darse ese lujo.

Pero... ¿y si desaparecía a Kokona también?
Así ella no hablaría y no podría decir nada. Era una buena solución. Pero, ¿en realidad quería hacerlo? Kokona era su amiga, no podía hacer eso. Era cruel.

Pero si ya lo había hecho una vez, ¿por qué no habría hacerlo de nuevo?

Se dio asco al pensar aquello, pero era cierto. Ya lo había hecho antes, con él. Había sido cruel. No habría problema entonces.

Ayano salió de su trance, volviendo a observar a la pelimorada, quien también se encontraba con la mirada perdida.
Sabía lo que iba a hacer.

— Um... claro, está bien. —Ayano titubeó un poco, pero recuperó la confianza poco después— ¿Cuándo nos reunimos?

Kokona sonrió, y sus ojos se iluminaron instantáneamente; su plan estaba funcionando. 

— Esta tarde, al salir de la escuela. ¿Te parece bien?

— Más que bien —respondió la azabache.

Y así, la clase continuó, con cada una pensando en lo que iba a hacer tan pronto sonara el timbre, que indicaba que las clases habían finalizado. 

-o-

— Eso es todo por hoy, jóvenes. Pueden retirarse. 

Había llegado el momento. Todos sus compañeros estaban tomando sus cosas, listos para regresar a sus casas. Ayano y Kokona se quedaron ahí, hasta que el salón se vacío por completo, dejándolas solas. Kokona estaba nerviosa, por primera vez sintió miedo de la azabache. Tenía miedo de lo que podría descubrir.  Tragó saliva, tratando de calmarse, y entonces volteó a ver a Ayano, ladeando la cabeza un poco.

— Aya-chan, ya es hora de irnos. Vámonos u oscurecerá pronto.

La azabache obedeció inmediatamente, despegando su mirada de aquel bello atardecer. «El último que verá ella», pensó. 

— Ya voy —dijo Ayano, tomando su mochila y colgándosela al hombro—. Vamos, pues.

Ambas jóvenes emprendieron su camino a la casa de la azabache, hablando un poco, pero mateniéndose en silencio la mayor parte del trayecto, cada una con la cabeza en las nubes. No se dieron cuenta en qué momento habían llegado a casa de Ayano, pero lo hicieron a tiempo, pues en el cielo ya se podían apreciar las estrellas. La azabache sacó las llaves de su mochila, los nervios carcomiéndole, pues no sabía que pasaría en cuanto abriera la puerta. Introdujo el metal en el cerrojo, dándole vuelta y rezando porque todo se mantuviera lo más normal posible. Empujó la puerta con lentitud, hasta que ésta ya estuvo abierta completamente, permitiéndoles pasar. 

La sala estaba a oscuras, por lo que Ayano estuvo buscando a ciegas el interruptor. Cuando lo encontró, se quedó dudando un momento. ¿Y si cerraba la puerta y se deshacía de Kokona mientras estaban a oscuras? No. Demasiado pronto. Encendió las luces y cerró la puerta, observando a la pelimorada con más nitidez. La chica se encontraba sentada en el sofá, examinando con la vista cada rincón de la habitación, buscando indicios de algo que pudiera estar mal. 

— Bueno... —dijo Ayano, llamando la atención de la otra chica— Iré por mi computadora, espera aquí un segundo.

Kokona se limitó a asentir. No quería hablar, pues sentía que si lo hacía, su voz temblaría demasiado, haciendo obvias sus intenciones. Escuchó los pasos de Ayano en el segundo piso, y jugueteó con sus manos mientras esperaba. Tomó el celular de su bolsa, y les mandó un mensaje a sus amigas diciéndoles dónde estaba. «Por si acaso», pensó. De repente, escuchó un tintineo, proveniente de algún lugar cercano a ella. Por un momento pensó que el sonido había sido ocasionado por la azabache, pero al escucharlo de nuevo, supo que no era así. «¿De dónde vendrá ese sonido? —se preguntó— No será que... ¿viene del sótano?». ¿Podría ser cierto? ¿Acaso Ayano tenía algo o alguien encerrado allí bajo? «No... Ayano nunca haría eso, ¿verdad?», pensó. La curiosidad se incrementó poco a poco en su ser, y, sin darse cuenta, ya se había levantado de su lugar, acercándose con cuidado a la entrada del sótano. La puerta estaba cerrada, pero aún así, se apreciaban mejor los tintineos, y cada vez más fuertes. Kokona sintió como su corazón comenzó a martillarle en el pecho. Su mano se dirigió inconscientemente a la perilla...

— ¡Espera! —El grito repentino de la azabache la asustó, y la pelimorada trató de recobrar su compostura, moviendo sus manos atrás de su espalda, intentando parecer inocente— No bajes ahí.

— ¿P-por qué no? —titubeó Kokona.

— Está... —articuló la chica, buscando una excusa— Está infestado de ratas. Suelen juguetear con los materiales de papá de vez en cuando, por eso los tintineos de metal. 

— Oh... —suspiró Kokona.

«Un momento...», pensó la chica.

— ¿Cómo sabías de los tintineos del metal? Sólo me viste intentando abrir la puerta. 

Ayano abrió grande los ojos. Había dicho cosas de más, como siempre.

— Um... 

Kokona frunció el ceño. Sabía que Ayano le estaba ocultando algo, algo muy grave. Posicionó su mano sobre la perilla, lista para darle la vuelta. Observó que a la azabache le comenzaron a salir lágrimas, y como su semblante flaqueaba. Devolvió su mirada a la puerta, respiró hondo, pero...

— No la abras. Por favor, Kokona, no lo hagas —rogó Ayano, con la voz rota—. Por lo que más quieras, no lo hagas.

— ¿O qué? —replicó la pelimorada, enojada— ¿Crees que no me he dado cuenta que escondes algo? 

La joven dejó ir un suspiro ahogado. 

— Aleja tu mano de la puerta, Kokona.

— No.

— Hazlo o no querrás saber que pasará después.

— ¿Ahora me amenazas? —La joven pelimorada rió irónicamente— Tú no me mandas.

— Kokona. Kokona escúchame... Kokona... ¡no!

Dio la vuelta a la perilla, sin importarle cuánto le suplicara o le rogara la azabache. Y al abrir la puerta, instantáneamente se arrepintió de haberlo hecho, pues lo que sus ojos veían era horror puro. Un chico encadenado, lleno de golpes, cicatrices, cortes y moretones, con la ropa manchada de sangre y el cabello hecho un desastre. Era un chico, pero no cualquier chico. Kokona recordaba haberlo visto antes, en la heladería que estaba cerca de la escuela. No podía ser cierto. Aquello no estaba pasando.

— ¡AAAAH! ¡¿Qué demonios?!

Fue entonces, cuando en un arrebato, la azabache se limitó a empujar a la pelimorada por las escaleras, dejándola inconsciente. Ayano tenía la respiración agitada, y, aún cegada por la rabia, rió un poco por el pensamiento que vino a su cabeza. La curiosidad había matado al gato.




ESTOCOLMO 「 Ayando」(2018)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora