Ocho

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Uno, dos. Mientras bajaba las escaleras, iba contándolas. Tres, cuatro. Sus pasos resonaban por la habitación con fuerza, con un eco que le retumbaba en los oídos. Cinco, seis. Empezaba a acercarse al suelo; la sangre comenzaba a hacerse visible. Siete, ocho. Observó un bulto tirado en el suelo, pero no alcanzaba a verle el rostro. Nueve...

Paró de contar cuando se dio cuenta que ya había llegado al final de los escalones. Y fue entonces cuando sintió un escalofrío recorrer toda su espalda al darse cuenta de lo que había hecho. Kokona estaba tirada en el suelo, con las extremidades dobladas como si fueran plastilina, la cara aplastada, con la mirada vacía y perdida, la sangre corriendo sobre el suelo, infestando la habitación con ese característico olor metálico que hacía que le picara la nariz.

Se inclinó hacia el cuerpo, mirándolo con lástima, pero, a la vez, con un poco de odio. «Había visto demasiado», pensó. Acarició aquel cabello sedoso y púrpura con el dorso de su mano, como si quisiera decirle que todo iba a estar bien a aquel cuerpo inmóvil, y que ya no sufriría más. Le cerró los ojos y suspiró. Quería que todo acabara ya.

Estaba tan sumida en su trance que había olvidado que alguien más se encontraba allí, hasta que escuchó un grito ahogado que la hizo voltear al origen de ese sonido. Era el pelinegro, quien la observaba fijamente, desconcertado y sin aliento; confundido por lo que acababa de presenciar.

La cabeza del joven se sentía pesada, como si tuviera una pesa que la arrastraba hacia el suelo, y por su mente pasaban varios pensamientos que terminaban por volverse un ruido blanco en sus oídos, pero una pantalla negra para sus ojos. Se sentía ingrávido, perdido, desconectado de la realidad. Su corazón comenzó a latir con tal fuerza, que parecía que su pecho era un tambor. Pum, pum, pum. Tenía miedo. Miedo de su captora. Porque se había dado cuenta de lo que ella era capaz de hacer.

Pero, en un impulso de rabia, sin pensarlo dos veces, se enfrentó a ella.

- ¡¿QUÉ HICISTE?!

La azabache no levantó la mirada.

- ¡Estás loca! ¡Loca! ¡Maldigo el día en que te vi! ¡Arruinaste mi vida! ¡Preferiría estar pudriéndome en mi estúpido departamento que estar aquí encerrado! No puede ser... -La voz del muchacho flaqueó al imaginarse lo que ella podría hacerle si se enojaba aún más con él. Si en lugar de golpearlo, lo... No. No quería imaginar esa palabra. Pero era inevitable. Matar. ¿Qué pasaría si ella lo mataba?

Ayano escuchaba todo lo que él le decía, pero mantenía quieta la mirada. Él tenía razón, estaba loca. Sabía que lo que estaba haciendo era algo malo, que probablemente recibiría algún castigo, pero... No se arrepentía de nada. Y aquel despotricadero de que estaba mal de la cabeza ya la tenía harta.

- Cállate.

Budo observó a la joven, quien le delvolvió la mirada. Pero no era una mirada cualquiera; carecía de brillo, de emoción. Una mirada perdida.

La chica se levantó, sin importarle que se había manchado de sangre las manos, y se acercó al joven. El chico tenía miedo, estaba aterrado. Comenzó a respirar abruptamente, como si le faltara el aire y estuviera asfixiándose; el pecho subiendo y bajando, los pulmones expandiéndose y disminuyendo de tamaño, la garganta achicándose, impidiendo el paso de oxígeno. Apretó los puños, y los dientes, como si así pudiera evitar que ella se acercara más de lo debido.

Apenas dio un paso, el muchacho se pegó a la pared, queriendo escapar de ahí. Ya no quería más golpes, ya no quería más oscuridad, ya no quería más confinamiento, ya no quería más cadenas, ni sangre, ni noches preguntándose si valía la pena seguir viviendo. Pero sobre todo, ya no quería estar cerca de ese monstruo.

Porque temía perder la cordura si se quedaba más tiempo ahí.

La azabache estaba en cuclillas a unos centímetros de él, nariz contra nariz, observándolo fijamente, hundiéndose en aquellos ojos grises que recordaban al brillo de la luna sobre el mar; ambas manos aproximándose al rostro del muchacho, quien estaba paralizado por el miedo. El hecho de que ella estuviera así de cerca lo ponía en shock, incapaz de controlar su cuerpo; se sentía como una estatua viviente.

El contacto de la sangre caliente contra su mejilla detuvo su respiración un momento, y, no supo cuando, pero de un momento a otro, los labios de la chica estaban sobre los de él.

Sintió como algo comenzaba a arder dentro de él, como la rabia y el enojo florecían en su mente; había sido cobarde y temeroso, atacándola sólo con palabras, sin hacer nada para liberarse. Y estaba harto. Harto de todo lo que ella lo había hecho pasar. En un impulso, casi como un rayo, alzó una de sus manos, y con la palma de ésta hizo que en la habitación resonara un chasquido. La azabache cubrió el golpe recibido, y observó al muchacho, sorprendida y herida; desconcertada. ¿Por qué lo hizo? ¿Por qué si sabía las consecuencias?

Ayano se levantó, quitándose un mechón de pelo del rostro delicadamente. Miró a Budo, que estaba pegado a la pared, pero regresándole la mirada con un tono retador. Rió irónicamente, recordando cuando el muchacho sólo temblaba de miedo.

— De verdad que eres tonto.

Las manos de la azabache se posaron en su cuello, y, de un momento a otro, el aire ya no entraba por sus pulmones. Sentía una presión horrible en el pecho y en el cuello; trataba de liberarse de aquel agarre, pero estaba demasiado débil. Tanto tiempo encerrado le había afectado. 

Apretó los dientes, como si eso pudiera lograr que el oxígeno circulara por sus venas, pero era inútil. Ya no sentía su cara, ni sus manos, solo una extrema relajación que lo invadía lentamente. Sus párpados perdían el control y comenzaban a caer; su mente dejaba de vagar, y todo se volvía en nada.

«¿Así es cómo voy a morir?», pensó el joven, en un último intento de recuperar la consciencia.

Y antes de que todo se pusiera borroso, y sus oídos se taparan, distinguió un grito.

— ¡¿QUÉ ESTÁS HACIENDO?!

ESTOCOLMO 「 Ayando」(2018)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora