IV

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La Muchacha

Rosario había sufrido un cambio radical en su vida no hace mucho. Dos meses atrás; un escarabajo le roció los ojos en el instante en que levantaba vuelo. Estaba sentada bajo un árbol de pomelo, el escarabajo estaba caminando en una de las ramas, justo por encima de Rosario. Ella levantó la vista en el momento exacto donde el escarabajo extendía sus alitas y expulsaba una sustancia irritante a un pájaro que intentaba comérselo. Gran parte de aquel líquido cayó directamente en los ojos de Rosario. Minutos después, tras lanzar gritos de dolor, ya no veía nada, todo estaba oscuro.

Y estaba muy despierta. Nada de suponer que era una pesadilla o que se había desmayado. Sólo perdió la vista. No había necesidad de darle vueltas al asunto.

Lo que había sido un chorro de salvación para el escarabajo -consiguió huir del pájaro- para Rosario fue una desgracia que podría ser tomada como una historia ridícula. Imaginaba una conversación telefónica con su hermano: "Hola Elías! ¿Cómo te va? Yo estoy bien, aunque un escarabajo me orinó en los ojos. ¡La muy puerca me orinó en los ojos! Ahora estoy ciega. Sí, hermano, no veo una mierda, pero estoy viva. ¿Ves cómo la vida no es tan mala? Ojos que no ven, corazón que no siente, Elías. ¿Ves cómo la vida no es tan mala? Me afectó los ojos pero mi capacidad para ser sarcástica sigue intacta".

La única vecina que llegó corriendo a socorrerla, la ayudó a marcar el número de Elías en su celular. Recreó cada palabra de aquella conversación imaginaria que tuvo minutos antes y se echó a reír.

Elías se encontraba trabajando en una carpintería del centro de San Lorenzo. Por un momento creyó que Rosario estaba bromeando, pero cuando escuchó a la vecina decir que la llevaría al hospital se asustó y pidió permiso a su jefe; un cincuentón de barba abundante y canosa, quien le dijo que fuera y que regresara cuando todo estuviera bien.

En el hospital; el oculista que la atendió dijo que la meada de escarabajo le dañó la retina, pero que lo bueno de todo era que la ceguera no era permanente. Probablemente duraría un mes y medio más o menos, con el tratamiento adecuado por supuesto. Le recetó cuatro medicamentos, entre los cuales se encontraban dos gotas. Una de ellas la ayudaba a deshacerse de la comezón que sentía en ocasiones, la otra en cambio, hacía que le ardieran levemente por un segundo.

Su padre decía que si una herida no arde al aplicarse el medicamento, significaba que el medicamento no iba a funcionar y la herida podría empeorar. Cuando Rosario se aplicaba las gotas y le ardían, pensaba en lo que decía su padre y se tranquilizaba. Si algo había aprendido en su niñez era a no dudar de su padre. Tanto él como su madre se encontraban trabajando en España hace tres años, por lo que Rosario y Elías quedaron solos en la casa. Ella estudiaba Contabilidad y él trabajaba en una carpintería. 

Elías ya había pasado por la época universitaria. Tenía una Licenciatura en Ciencias Jurídicas, pero si algo abunda en Paraguay, son los ladrones (entre los que también cuentan el 90% de los políticos) y los abogados. No era fácil encontrar un lugar donde ejercer su título, tampoco era paciente para esperar a que se le cruzara uno, por lo que se decidió a buscar empleo de lo que fuera y de esa manera llegó a la carpintería. Lo apodaron licenciado con el tiempo y a él no le molestaba.

El doctor había dicho a Rosario que viniera a verlo al hospital cada quince días para evaluar los resultados del tratamiento y Elías la acompañaba en cada consulta.

El doctor también había dicho que probablemente la ceguera duraría alrededor de mes y medio, pero ya habían pasado dos meses y Rosario seguía sin ver nada.

Y ahora se encontraba sentada en una casilla, con bolsas de supermercado cerca de los pies, esperando a su hermano distraído quien olvidó la mochila en el súper.

Ya se había tardado quince minutos. Rosario no creyó que fuera tan problemático retirar una mochila de la caja de un supermercado. No se preocupaba demasiado por la posibilidad de que alguien se le acercara a molestarle. Escuchaba a la gente hablar a su alrededor, gritaría si algo le pasara y, sin duda, alguna persona acudiría en su ayuda.

En su interior rogaba que su hermano regresara de inmediato. En esa mochila se encontraban sus anteojos y las gotas que le había recetado el médico.

¿Con qué objeto una persona ciega usaría gafas? No sabría explicarlo; pero Rosario las usaba para proteger sus ojos de cualquier cosa que pudiera meterse en ellos, pensaba especialmente en los insectos más que en las basuritas que podría traer el viento.

Oyó que un mosquito se le acercaba por la derecha y agitó la mano para espantarlo. Lo hizo con tanta suavidad que cualquiera que la estuviera mirando creería que lo estaba saludando, incluso aquel mosquito lo hubiera pensado, pero no lo hizo y eso fue maravilloso. Ya no la molestaría con sus "ñiiiiiiii" taladrándole los oídos.

Dos minutos después, entre los sonidos de los vehículos de la calle y las voces de la gente; Rosario distinguió los pasos de alguien acercándose lentamente por el frente. Por un instante pensó que podría ser Elías, pero recordó que estaba en el supermercado que se encontraba detrás de ella, además, él le haría saber de su presencia diciéndole cualquier cosa para que ella pudiera reconocerlo más que sólo por sus pasos de gigante.

Los pasos se detuvieron a su derecha y, a continuación, el banco sobre el cual reposaba se estremeció levemente al recibir el peso de alguien, sentándose a su lado.

Rosario olfateó el perfume de aquella persona. Era una fragancia agradable y fresca, no muy fuerte como cualquier colonia masculina ni tampoco muy suave para pensar que se trataba de una mujer.

"Es un hombre y no es Elías. Él no se puso colonia hoy", pensaba Rosario.

El Silencioso Mundo de ArturoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora