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​Arturo sentía cosquillas en todo el cuerpo. Estaba siendo observado por aquella hermosa muchacha. Él la estaba observando. Intercambiaban miradas y tan sólo una calle los separaba.

Pronto, aquellos cosquilleos de felicidad se transformaron en dudas, luego en tristeza: ¡Reacciona! Es demasiado bueno para ser verdad. ¿Una joven bonita fijándose en mí? ¿Qué hará cuando note que soy sordomudo? No seas ingenuo, sigue tu camino y ve por el empleo pensó con resignación, como otras veces cuando intentaba acercarse a las chicas en el parque Ñu Guasú.

Ya estaba a punto de girar para encaminarse al colegio cuando, sin poder creerlo, ella levantó la mano y la agitó suavemente en su dirección, sin apartar los ojos de él.

No lo esperaba. La alegría hizo que el corazón le palpitara más que nunca, como si estuviera corriendo la maratón más importante del mundo. ¡Me está saludando! ¡Oh, Dios! ¿Debería responder? pensó, pero sin darse cuenta, ya se encontraba cruzando la calle con la luz roja encendida en el semáforo, caminando en su dirección.

Y ella seguía mirándolo.

Cuando se vio frente a ella, notó que tenía los ojos de un verde olivo precioso, también que ella había volteado levemente la cabeza hacia su dirección, como si buscara algún sonido extraño con sus oídos.

Arturo interpretó ese gesto apenas visible, apenas detectable, como una invitación a sentarse. Seguía observándola, dudando de todo aquello, como si fuera un sueño.

Comenzaron a temblarle las manos y los labios. Los nervios se estaban apoderando de él, pero luchaba por controlarlos como mejor podía. ¿Y la entrevista? Llegarás tarde. Tu padre se enojará repetía su mente una y otra vez. Sacó su celular del bolsillo, consultó el reloj que aparecía en la parte superior izquierda de la pantalla de aquel aparato que le obsequió su madre hace dos años. Le quedaban veinte minutos, no llegaría tarde si no se dejaba llevar conversando con la muchacha.

Tomó asiento, pensando en que ya permaneció de pie mucho tiempo. Apenas había pasado un minuto de haber llegado hasta ella, pero para Arturo parecían haber transcurrido horas. Los nervios lo estaban manipulando y él seguía luchando por controlarlos.

Estaba a centímetros de ella. Si alguno de los dos hiciera algún movimiento, sus codos chocarían.

Arturo notó con incomodidad que ella hacía gestos con la nariz. Estaba olfateando algo. Los nervios no sólo le habían causado algunos temblores en los labios y los brazos, también lo había hecho sudar. Sentía la humedad bajo sus axilas y la camisa pegada a la espalda. Por un momento se sintió avergonzado, seguramente apestaba a sudor y ella lo había notado, pero se olfateó a sí mismo. Sin rastros de peste alguna.

Recuperó la tranquilidad. No apestaba, todo marchaba bien. Era momento de saludar. ¡Hola! Me llamo Arturo era lo que pensaba decir, pero recordó que no tenía voz.

Se metió una mano en el bolsillo. Agarró el pincel, temblando. Observó su pizarra con miedo: ¡Qué diablos hago aquí! pensó y estuvo a punto de entrar en pánico. No se imaginó jamás que acercarse a una mujer fuera tan difícil, incluso rozando lo terrorífico, al menos para él.

Sin embargo, ya se encontraba allí, sentado a su lado, a centímetros de ella, con riesgo de roce de codos ante cualquier movimiento. Ella sabía que él estaba presente en ese lugar. Debía responder al saludo que hizo cuando él aún estaba al otro lado de la calle.

Pensando en todo eso; destapó el pincel.
Mezclándose con el aroma fresco a colonia de hombre; Rosario detectó otro olor. Alcohol y tinta. El que tomó asiento a su lado acababa de destapar un marcador o pincel. Azul dijo su mente y se preguntó si era posible que los colores tuvieran una fragancia característica. Un pincel de color azul con mucha tinta.

El Silencioso Mundo de ArturoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora