Llegado el gran día; vistió una camisa de algodón bien planchada, de color celeste. Pantalones de vestir negro como el carbón y un par de zapatos del mismo color que los pantalones, brillantes y bien lustrados, con las suelas más delgadas que pudo conseguir en una zapatería días atrás. Cargó con su CV y la pizarra, se guardó la billetera en el bolsillo trasero y el pincel en el bolsillo de adelante.
Estaba emocionado y nervioso al mismo tiempo. Su padre siempre lo llevaba en el auto a donde quisiera, pero esta vez le tocaría tomar el bus como todos. No es difícil; tomarás el 59 que es la única línea de colectivos que transita por aquí. Baja las cuatro cuadras que nos separa de la ruta y allí lo esperas. Te subes a cualquiera, menos a los que dicen que van por Km. 12, tampoco a los que vengan de Marín. Pasas un dos mil al chofer y, cuando veas el primer semáforo, te bajas y retrocedes un poco hasta que veas el colegio. Está del otro lado de la calle, es un edificio de cuatro pisos, de color verde y gris. Cruzas con cuidado la calle, llegas a la institución y preguntas por el director que es amigo mío. Te recibirá sin problemas, es un buen hombre le explicaba su padre la tarde anterior.
Lo había entendido todo, pero los nervios estaban con él de igual forma, mezclándose con la emoción de un posible primer empleo.
Se despidió de su madre y salió a la calle. Bajó la primera cuadra. En la esquina, una mujer de aproximadamente cuarenta años se le acercó a preguntarle si aún no había bajado el 59 que viene de Marín. Arturo, luego de leerle los labios, meneó la cabeza. La mujer, extrañada, preguntó por qué no habló y Arturo, como otras tantas veces, indicó señalándose los oídos y la garganta, meneando la cabeza una vez más, que era sordomudo.Pobre muchacho le dijo y le pasó un billete de cinco mil guaraníes. Arturo hizo ademán de rechazar aquel dinero y la mujer, enojada, se lo volvió a guardar en la cartera que traía colgando del brazo de derecho, un pedazo de su persona que resaltaba más su obesidad que su propia barriga. Él, a pesar de ver el rostro molesto de la señora, le sonrió y continuó bajando la calle, dejando a la mujer atrás.
No entendía porqué una desconocida le daría dinero sin haberlo pedido. Ya estaba esperando el bus con otras personas y el corazón comenzó a darle brincos dentro del pecho al ver que iba acercándose uno a toda velocidad. Era un transporte viejo que tenía trozos de hierro afilados cerca de la puerta cuya pintura estaba cayendo a pedazos. Arturo subió y su dedo índice sufrió un corte pequeño al sostenerse de la puerta. No encontró otro lugar de donde agarrarse ya que los demás pasajeros se habían amontonado al frente. Se miró el dedo; un punto escarlata iba haciéndose más grande en él y acabó tapando la herida con un pañuelo que sacó a duras penas del bolsillo. El chofer estaba gritando, pedía a los pasajeros que fueran hacia atrás. Las personas estaban obedeciendo de mala gana, dirigiendo miradas de enojo al conductor que tenía los ojos puestos en uno de los tantos espejos que tenía a su alrededor.
Cuando por fin consiguió un lugar dentro del bus, notó con extrema curiosidad la cantidad de peluches que había en su interior. Parecía una juguetería. Veía con ojos maravillados, como un niño que ve el mundo por primera vez. Por el parabrisas notó una cantidad enorme de calcomanías con mensajes satíricos; en una decía: "Me bajo por atrás porque soy inteligente. Me bajo por el frente porque soy un burro". La última palabra no estaba escrita, pero tenía la caricatura de un burro. No hacía falta superar el coeficiente intelectual de Einstein para descifrarlo. Rió en silencio mientras un muchacho, vestido con uniforme escolar y con auriculares puestos, lo miraba como si Arturo fuera un loco, un retrasado, uno que molestaba por reír solo y no compartir el chiste con los demás.
En medio mismo del parabrisas del bus; vio una imagen de Jesús Misericordioso. El rostro de un hombre al que tomaron la foto en el momento justo cuando giraba la cabeza para mirar atrás estaba impresa en el mismo papel donde estaba Jesús. Arturo sabía que aquel hombre ya no se encontraba caminando entre los vivos, era muy común ver fotos así en los panteones cuando iban a visitar la tumba de su bisabuela. Sentido común habría dicho su padre si lo viera.
Pero el sentido común muchas veces no atajaba a los pensamientos recurrentes, divagues como los llamaba Javier. Aquella imagen del difunto con Jesús trajo consigo un divague fenomenal a su mente. Imaginó a Jesús, flotando, brillando con toda su grandeza, posando para un fotógrafo cuyo rostro no podía verse a causa de una cámara enorme. La escena estaba lista, sólo había que presionar el botón pero, al momento de capturar la imagen, aparecía repentinamente el hombre, como perdido en aquel lugar, arruinándole la foto al pobre Jesús que se esforzó tanto en posar con toda su perfección y grandeza, incluso lanzando destellos de colores.
Arturo se esforzó en contener una carcajada poderosa que le subía del pecho y le inflaba los cachetes, buscando alguna manera de salir para no terminar estallando como una bomba. Se hizo camino hacia la nariz, provocando sonidos graciosos que él no podía oír pero cuya fuerza empleada sintió tan enérgica que hasta le lagrimeaban los ojos. Las personas lo miraban y, tras tomarlo por loco, rieron inconscientemente por un rato.
¿Quién podría culparlos? La risa era contagiosa y lo sería eternamente, siempre y cuando nos diéramos el lujo de reír en ocasiones. Arturo lo sabía y tras aquello empezó a creer que la risa formaba parte de un lenguaje universal.
Si el bus no se hubiera detenido con la luz roja del semáforo, Arturo se hubiera perdido. Se extrañó al notar que el chofer detuvo la marcha sin que nadie se lo solicitara. Cuando notó que estaba en el semáforo, se abrió camino como pudo entre las personas dentro del colectivo y bajó por la puerta del frente, riendo al recordar la calcomanía sobre la diferencia entre inteligentes y burros. "Me vi forzado a ser un burro" pensó fuera del bus.
El semáforo se puso en verde. Los vehículos retomaron la marcha. Su padre le había dicho que al llegar al semáforo, debía retroceder hasta ver un edificio de color gris y verde. Desde donde se encontraba era posible ver aquella edificación. No caminaría mucho, pero debía cruzar la calle una vez llegara cerca del lugar.
En un determinado momento; fijó la vista en la vereda del otro lado de la calle donde estaba parado. El corazón comenzó a bailarle dentro del pecho al ver a una muchacha sentada bajo una casilla, con algunas bolsas de supermercado, esperando el bus al parecer. Estaba experimentando el amor a primera vista, por primera vez y, a pesar de estar algo nervioso, a Arturo le agradaba sentirlo. Ante sus ojos, aquella muchacha era la más hermosa que había visto. Tenía el cabello castaño, ondulado hasta los codos, mejillas rosadas y una manera tan fina de sentarse, piernas juntas, manos sobre el regazo...
¡Y lo estaba mirando!
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El Silencioso Mundo de Arturo
Short StoryLa vida pone obstáculos para ponernos a prueba y Arturo lo sabe mejor que cualquiera. Joven, inteligente y de valores indiscutibles, Arturo había sorteado distintas piedras que la vida iba poniéndole en el camino, con ayuda de su familia, arreglándo...